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A mi querido Ángel


Puerto La Cruz, 10 de febrero de 2013

A mi querido Ángel

Hijo de mi corazón. Hoy me han tocado las horas más tristes de mi existencia. Subí las escaleras, llegué a  la calle sin alma, caminé sin saber a dónde iba, pensando en qué camisa, qué pantalón, qué zapatos te gustaría ponerte. Me sorprendieron tus amigos, me saludaron, sin voz. Sólo eran gestos, ademanes y sonrisas breves. No supe quiénes eran, nunca recuerdo sus nombres, pero hoy en particular ellos eran otros y yo era otra. Seguí caminando, buscando en mi cabeza sus nombres, cómo los llamas tú y cómo ellos te llaman a ti. Hijo de mi corazón, tus amigos no hablan y tu voz se me borra.

Te escribo y sé que no vas a leer. Quiero que sepas a través de esta carta cuánto te quiero, aunque tú sabes cuánto te quiero. Tengo miedo de los días que están por venir, de que este amor se transforme en tristeza y me deje sin nada. A los que están en la calle no les importó que tú seas mi hijo, te cobraron que eres mi hijo, que no tenemos nada con qué pagar, que lo que tenemos está en nuestras cabezas, en cada noche que dormimos temprano para levantarnos oscuro, como decía papá. Hoy sólo tengo ganas de llorar. Ya voy llegando a la casa, se ve lejos pero está cerca.

Sigo caminando. La comadre Miriam se acercó, me preguntó cómo fue, y no tuve respuesta, no sé cómo fue, ella no entiende que no es importante saber cómo fue, que el horror no sabe qué es lo importante, llega y te arrasa, acaba contigo y sigue. La policía dijo que era un enfrentamiento, pero las balas sólo a ti se enfrentaron y te murmuraron al oído, por detrás, sin que vieras sus ojos, sin que vieras a tu verdugo.

Llegué a la casa. Me detuve en la puerta. Algo raro como una fuerza me hizo caer de rodillas, tal vez me tropecé con la tristeza, y lloré tan fuerte que nadie me escuchó. Me dolía el pecho y las rodillas, me dolían los ojos, la nariz y la cabeza; ni tus ojos, ni tu pecho, ni tu cabeza, ni tus rodillas, ni tu nariz, ni tus manos, sólo siento este delgado cuerpo que se dobla y se arrastra.

Ya entré a la casa, hijo. Tu tía y tu primo me abrazan; ella me dijo que se va, no quiere que el José crezca aquí, me dijo: “¡Así sea para Cúa!” Pienso en las veces que me quise ir, cuando no querías estudiar y me dijiste que no me preocupara, que ibas a trabajar para ayudarme. Me confesaste en la cama que el liceo no te gustaba, y dejé que te olvidaras de todo eso, te ayudé a buscar trabajo, te compré ropa nueva, me llené de orgullo al pensar que ya querías ser un hombre serio. Me tranquilizó que llegaras a casa temprano, que tuvieras novia, que los sábados celebraras con nosotros la vida que teníamos. Ahora sólo me queda llanto, no hay tranquilidad.

Estoy en nuestro cuarto. Tu abuela revolotea como una mariposa, mueve los brazos, dice cosas, llora y se rinde; cayó en la silla sin palabras, con lágrimas en las manos y en la cara, pasó a mi lado, me susurró algo: “Ya no viene”. Busco en tus cosas, trato de rehacerte. Encontré tu camisa, la azul, tus pantalones nuevos, los zapatos que más te gustan, tú no estás… Tu prima lloró mucho y guardó tus cosas, sacó los zapatos de la bolsa y me dijo: “Tía, a los muertos no les ponen zapatos”. Pensé entonces en tus pies que tantas veces calcé; ahora van a estar desnudos, con frío y sin tus zapatos.

Llegamos. Ya estoy contigo,  hijo de mi corazón. Te vistieron, te peinaron, te dejaron quieto, con los ojos cerrados, sin mirada, sin aliento, sin sonrisa. Siento que me muero, pero no ocurre, sigo aquí, tú ya no estás, ahora eres un ángel.

Tu mamá, Lucía

Publicado el 22/02/2013