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Carta a Luisa y Héctor


Queridos hijos míos:

Les extrañará que les escriba la madre que nunca tuvieron, porque ustedes nunca nacieron, pero como los años no lograron apagar las palabras de amor que les tenía reservadas, pues se las entrego, porque de todos modos ya no son mías. Las guardé por más tiempo del que se aconseja para los amores marchitos.

“Huevo anembrionado”, lo llama la ciencia. “Saquito vacío”, le decían los doctores, tal vez para sacar mi pequeña tragedia de la asepsia científica y darle un matiz tierno, humano, empático, a aquella cruel sensación de senos entumecidos, de leche bullendo, de cintura ensanchada, de náuseas repentinas, que no terminaba en el embarazo tan deseado. Y es que todo sucedía como si realmente hubieran estado anidados en mi vientre, salvo por dos cosas: una lectura demasiado débil en los análisis de sangre (como si la química de mi cuerpo me jugara una broma cruel, tratando de ilusionarme para luego cortarme las alas) y la ausencia de “producto” que mostraba la ecografía dentro del nido perfectamente formado.

Fue una ilusión que duró horas, mientras los exámenes de seguimiento terminaban de confirmar el diagnóstico de “saquito vacío”. En tu caso, Luisa Mariana, fueron horas en las que pasé de soñarte a llorarte, mientras escuchaba a Tom Jobim cantar “a cançao que eu fiz para te esquecer, Luiza”. Contigo, Héctor Augusto, fue tal vez aún más cruel, porque tú llegaste sin buscarte, sin los largos, angustiosos y costosos tratamientos a los que me sometí para tratar de voltear el sino yermo de mis entrañas. Como si un veleidoso azar quisiera decirme “después de todo sí podías embarazarte, pero igual no lo harás”.

Fueron horas suficientes para amarlos, para repetirles incesantemente que si estaban ahí eran bienvenidos, que por favor no se desvanecieran, que los deseaba intensamente, que no se marcharan. Fue inútil. Los dos salieron en un torrente abundante, en medio de cólicos y retorcijones, como irónicamente jamás fueron mis períodos, habitualmente escasos e indoloros.

Esas horas bastaron para soñarlos, incluso para nombrarlos, porque aunque nunca existieron en realidad para mí fueron tan nítidos y rotundos como su hermanito que sí nació, el que sí me dio el embeleso de ver cambiar mi cuerpo, de contemplar en el espejo como se convertía en una esfera de vida, en un mosaico de venas azules surcando los pechos manchados de negro por las hormonas, en un incendio de leche que fluía como blanco magma y que prorrumpía como mi volcán triunfal, en un alboroto de pataditas, en la risa eufórica que acompañaba cada pequeño malestar, porque cada uno era el triunfo de mi deseo sobre mi destino.

Olvidaba decirles, hijos amados, que su hermanito Juan crece sano y fuerte, hermoso y brillante, amado y amante. A veces se pregunta qué hubiera sido de su vida de haber tenido hermanos, pero disipa rápidamente cualquier invocación cuando piensa en el sacrificio de compartir sus juguetes o sus turnos frente al televisor. Nunca le he hablado de ustedes. En realidad a nadie le hablé, más que a su padre que acompañó con su callada congoja mis horas de llanto por ustedes, por su destino de no nacer de mí.

Solo quería decirles, Luisa y Héctor, que aunque sus corazones jamás latieron, porque nunca anidaron en mí, el mío guardará eternamente el amor que les reservé. Nunca los olvidaré, nunca dejaré de preguntarme qué hubiera sido de mi vida junto a ustedes, y por qué me tocó despedir a los hijos que jamás llegaron.

La bendición,

Mamá

Publicado el 14/03/2017
María Volcanes
San Antonio de Los Altos Venezuela
Madre desde antes de nacer y hasta después del fin de los tiempos. Guardo palabras y a veces las prodigo también. Hago exorcismo de viejos dolores y retozo en las gracias de las que disfruto.