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Querido Papá


Querido Papá:

Hace tiempo que no te veo. He pensado lo duro que debió ser para ti quedar huérfano y desamparado, para más ñapa, pobre. Supiste burlar de espanto a la miseria.

Lo que recuerdo del territorio de mi infancia a tu lado se resume al comienzo de esta historia.

Después de tu ablución matutina, sales de casa, impregnado  en agua de colonia, dejando tras de ti una estela envolvente. Cuento 1, 2, 3 … mi paciencia arruga de tanta espera. Como un fenómeno natural, me acostumbro al vacío de tu  puesto en la mesa del comedor.

Apenas mamá sospecha que arribas a puerto, nos manda a sustituir tus zapatos por pantuflas, mientras ella corre a buscar el pijama que te pone como si fueses un bebe recién nacido.

Era una fiesta verte desplegar la antena de aquel radio portátil marca Zenith, que crecía y crecía hasta sacar un  frágil filamento apuntalado al cielo. Con semejante pararrayo, escuchabas las frecuencias provenientes de China y Rusia. Al verte fruncir el ceño, juraba que eras el único capaz en todo el pueblo de entender aquel saco de gatos.

Con un arma en la mano,  tenías una puntería del carajo. La vez que te acompañé a cazar iguanas, trajimos por botín las huevas del reptil. Después de pasarlas por agua hervida, juntos asoleamos el tesoro bañado en salmuera. Cada bocado me supo a gloria.

Te empeñaste en  explicarme  que eras ateo con argumentos  que me dejaban cabezona. Sin proponértelo, me enseñabas marxismo. En tu cuestionamiento, bañado de lógica, me dejabas resquicios para el pensar por cuenta propia. Puse en tela de juicio el Padre Nuestro aprendido de memoria.

Te asumía sabio cuando decía frases profundas. Dígame esa que remitías una y otra vez: “el día que renuncie a todo seré mi propio dueño”. Un clásico.

No recuerdo tus caricias. Proferías manotazos a lo bestia. Entraba en pánico con los terribles escarceos de tu “amor apache”. Cada vez que me practicabas, la torcedura del brazo del Dragón Rojo, la llave de un tal, Mike Nelson y La Avalancha del Oso, pensaba que no me querías.

Antes de cumplir 8 años, una ráfaga de calamidades minó mi cuerpecito. Me fracturé el brazo, luego, la hepatitis hizo estragos, coquetee con la anorexia y el estreñimiento crónico. Peso pluma y fragilucha llegué a temerle a la Pelona.

Fue una bendición redentora los mimos afectuosos de la prima Judith. Durante el poco tiempo que vivió con nosotros fui su muñequita adorada. Me hizo conocer una ternura suave como el terciopelo. Mucho tiempo después, a los 18, mi primer novio, me enseñó que existían otro tipo de caricias.

A partir de entonces tu imagen  flamboyán se la fue tragando el  limbo. Te traicioné con el novio que me llevaba una morena de edad. Jamás me reprochaste el trueque.

Me han salido arrugas y canas. Tu imagen se torna difusa como confusa. La noche del 24 de noviembre del año 2002, llego a casa y veo el rostro de espanto de mamá. Lucía como un cuadro de Picasso. Has muerto, No sentí dolor.

El último suspiro lo diste en la casa de la madre de tu amante. Alguien tenía que ir a rescatarte. ¿Quién va?  Ninguno de mis hermanos emitió fonema.

Sin pegar un ojo, a la madrugada siguiente, tomé un vuelo a San Cristóbal. Cual autómata me dirigí a la morgue, Acto seguido, fui a parar a una funeraria para arreglar los trámites. Luego me embalé a la notaria de Cúcuta para buscar el acta de defunción, lo que amerita un capítulo aparte.

Bajo una mañana de sol que  se desploma, tuve que montarme en la carroza fúnebre, modelo Cadillac, color blanco-oda de ostentación setentona-percatándome, demasiado tarde, que el vehículo  en cuestión, tomaba las rectas bamboleándose  cual batidora sobre 4 ruedas. A mi izquierda, tenía por chofer un tipo desdentado, para más colmo, chingo y a mi derecha, la hija de la amante-léase, mi prima-, vuelta un maremoto de llantos. Parecíamos un trío de chiflados, una ópera de bufa. No sé cómo sobrevivimos a las escarpadas y sinuosas  curvas dentro del carruaje que alguna vez fue lustre de pompa funeraria.

En la odisea por la reconquista de tus retos, me impusiste una olímpica tarea de resistencia. Nunca tuve sed, hambre o cansancio, ni nada. Con tu cuerpo bajo mi custodia, observe detrás del vidrio del crematorio,  como tu piel láctea, terminaba confinada en una modesta cajita de madera.

Jamás tuve conciencia  del tiempo hasta que el sol se puso. La muerte es así, cuando nos abofetea no entiende de horas. Por cuotas me afloraba una rabia melancólica, una rabia hervida en la tristeza, rabia de una ausencia de “no te olvido aunque quiera”.

En esa vieja cicatriz mal cocida que tengo en la memoria del estomago, en este monologo-dialogo, a lo mejor, de recíprocos reclamos, de  verdades nunca dichas, malentendidos y bien entendidos que no podremos barajar de nuevo, tu adiós no fue un adiós sino una bienvenida.

Publicado el 03/02/2005
admin
Caracas Venezuela
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