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Carta a Mary


CARTA A MARY

“ …Me gustaría saber como pudiera terminar algo

Que nunca tuvo principio,  que comenzó justo en la

Mitad y se terminó sin  contorno preciso, esfumándose

Y consumiéndose en las llamas de otro fuego

En todo caso tendría que empezar diciéndote…”

Julio Cortazar

Mary:

Sé que no pueden prohibirte la felicidad, pero quizás si deban prohibirte la sonrisa, esa arma letal que conjuntamente con los dos hoyitos que circundan la tersura de tus mejillas, derrumban cualquier tentativa humana de raciocinio y llevan a personas al estado que me dejó tu abandono. No puedo precisar que nos sucedió. Tampoco quiero erigirme como la victima de esta circunstancia. No, nada mas lejano de la verdad, sólo quisiera en honor a los que una vez fuimos nosotros, colocar en perspectiva a ti, a mí, y lo que fue nuestro ayer.

Casi puedo percibir la sonrisa en tu rostro. Sólo que esta vez tus hoyitos mostrarán el desgano que produce el enfado. Sé que no te gusta que te lo diga pero ¿Cómo ignorar flaca bella que tu madre se interponía entre los dos? Claro que me dolieron los carterazos ¿Qué crees? Soporté estoicamente las andanadas de zarpazos que lanzaba la fiera herida  -en su orgullo-  y los insultos que con generosidad me propinaba. Lo que no pude ocultar, fue el gesto de vergüenza que delataba mi cara ante los miles de ojos que veían gozosos el espectáculo que involuntaria y gratuitamente se ofrecía al la vista.

¿Qué hubiera sido de mi vida? Si en esa tarde incierta no escuchase el metal de tu voz decir, “puedo sentarme por favor”. En esa triste camioneta, que dejo a un lado humareda, la contaminación sónica, el monóxido de carbono y el calor, para mirar y escuchar de ti ¿puedo sentarme por favor? Ruego de un ángel, anhelo largamente acariciado. Y estabas allí sólo a cuatro palabras de mí, a veintiuna letras de mi nomenclatura, con tu eterno jean desteñido y la franela rosada que luego se haría famosa entre los dos. Erguida como la estatua de la redoma de la india, con tu metro setenta y seis y tus cincuenta y ocho kilogramos que probaría a futuro que eran de pura bondad. Se paralizó la camioneta, el transito, la ciudad, el mundo, el universo y todas sus constelaciones, estabas allí, mirándome y yo no encontraba que hacer sólo atinaba a mirar estúpidamente el regalo que la vida colocaba ante mis ojos. Tardé no sé cuantos minutos en reaccionar, cuando percaté que me hablabas ya tenías rato haciéndolo ¿fue la hora o el clima? Sólo sé que estábamos en la plaza revisando los exámenes de tus alumnos yo comiendo el pan de tu hambre y tú bebiendo de mi desempleo. ¿Cuántas veces ocurrió? Cientos, tal vez miles, en las que el cielo era testigo de los panes ausentes y los bolsillos desportillados, nos bastábamos los dos en una ciudad perdida, de una felicidad perdida, nos bastábamos los dos robándole a la vida los cinco centavitos que Julio Jaramillo le rogaba que le vendiera. ¿Qué era la responsabilidad laboral si tenía tu sonrisa de pago los viernes a las cinco de la tarde?.¿Qué nos importaba si Napoleón vendía o regalaba sus esclavos, si estábamos decididos a ser libres? Cabías tú, la felicidad y yo, no había espacio para el desencanto, ese que nos presentaba tu madre y que pintaba como horizonte sombrío “con ese vago no llegarás a ninguna parte” y tenía sus razones; tú estudiante universitaria, yo vago, tú profesora de artística, yo vago, tú militante de causas justas, yo vago, tú miembro destacada de un grupo teatral, yo vago, tú centro de atención, yo vago, tú alma de las fiestas, yo vago. Pero eras mágica, complemento directo de mis circunstancias, acicate para mis sueños, desvelos para mi suegra, maldiciones para su yerno.

Siempre pensé que no pertenecías a ese lugar, que las colas para tomar la camioneta, las bajadas y subidas de escaleras, los tripones hambrientos de mis cuñaditos, el herrumbre que se colaba por las desnudas columnas de las cuatro paredes que conformaban tu casa, no eras tú; estabas plantada, como si el legendario árbol de Ceiba, lo arrancaran de la esquina de San Francisco y lo sembraran en Chacaito. Como si esperaras al encantado príncipe que te llevara en su reluciente vehículo a conocer tu verdadero destino. Ahora que lo pienso tenía toda la razón del mundo tu madre al no quererme para ti.

Tal vez pienses que me avergüenza escribirte estas líneas; pero contigo se agotó mí capacidad de bochorno, o ¿no recuerda cuando para presumir ante ti de valiente, salí a golpear a un hombre que maltrataba a una mujer a la salida de un teatro? Te regalo ese recuerdo; veníamos de ser felices, que era lo mismo que estar juntos, cuando a la  salida del teatro un hombre fornido golpeaba a una mujer joven, y esta gritaba ante la mirada indiferente de los espectadores. El grito de horror que brotó de tu garganta insufló el ánimo que me impulsó a correr en defensa de la mujer. Cuando le di el primer golpe al sujeto, noté en su mirada un inolvidable gesto de asombro –como el de los villanos de los comics, ante la aparición del superhéroe- y al armar el brazo para descargar una segunda tunda de golpes, la joven maltratada se paró y me miró con el igual gesto de perplejidad de su agresor. Se agolparon los transeúntes que antes estaban indiferentes y yo no supe que responder o como reaccionar cuando me enteré en ese momento que lo que interrumpí, como valiente caballero, no era sino, una obra de teatro de calle, realizada a propósito de un festival en nuestra capital. Ése y no éste ha sido mi momento de mayor vergüenza.

Si, es cierto lo que me decías, no se puede tener una manzana y al mismo tiempo desear comerla, me pasó a mí, nos pasó a los dos, pero sobreviví al deseo y pude colmar mi vaso en tu fuente, beber de tus efluvios, tomar hasta el hastío de los néctares más preciados de la vida, negarme ante una flor que me imploraba que aspirara su perfume y mantenerte impoluta a la espera del predestinado que se quedaría con mis anhelos, pero nunca con mis sueños.

La camioneta seguía rumbo a su destino, subía sinuosa y lenta por las escarpadas callejuelas sorteando huecos, perros y mal vivientes, estábamos los dos, el mundo no existía. Cuando por fin me arme de valor y trate de articular unas palabras, me traicionó el miedo, y sólo después que vi en tu cara los hoyuelos que identificaban la marca de fábrica de tu sonrisa, quedamente y con todo el cuidado del mundo, como temiendo romper el aire con mis palabras te dije –me llamo Néstor- de nuevo sentí el estremecimiento del mundo, esta vez con mayor intensidad, estaba estrechando tu mano, una mano larga y suave; terminada en igualmente suave y largos dedos que adornados con un pequeño anillo  de nácar, hacia juego en perfecta armonía con los aretes que colgaban de tus diminutas orejas. El estremecimiento fue lo más parecido al eterno fuego de lo eterno donde se entremezclan los compases de Herbert Von Karajan con los trepidantes galopes del potro de los sentimientos.

El trayecto tantas veces recorrido y aprendido de memoria por el diario transitar, nunca se me hizo tan largo ni tan feliz, los pasajeros abandonaban  en su letanía nuestra camioneta y el chofer- un andino de pelo aindiado y ojos felinos- miraba constantemente por el retrovisor buscando en nuestra conversación algún indicio de fin del camino. Pero aquella temprana noche una conjunción sideral alineó en perfecto vértice a quien le tenía miedo a la soledad y a quien el miedo le producía una soledad muy parecida a la angustia, ¿existe el destino? No lo sé, solo éramos dos solitarios menos, en una ciudad sitiada por múltiples soledades. Nos aproximábamos a nuestro destino, por esa feliz coincidencia que nos unió largamente, supe que tu parada era mí parada la mía, que tu escalera era también nuestra escalera y que compartíamos mas que un espacio común en la camioneta; compartíamos también un lugar en la cola de la madrugada, la misma bodega con el anciano asmático y cascarrabias, la misma vereda y por igual, el azote de los ladrones y cobra peajes que había en cada esquina de esa prisión con nombre religioso que teníamos por barrio.

La camioneta dio un breve sobresalto, cayó en un hueco enorme y el conductor en su afán de llegar a la parada, no aminoró la marcha, como en ese justo momento tu boca rozaba con mi oído repitiendo algo que no te había entendido, sentí un leve jadeo de tu respiración, volví mi rostro y mi boca quedo justo a dos milímetros del cielo, eras real, y yo un bárbaro de azúcar robando de las abejas su panal, multiplicando infinitamente los decimales de la dicha y restando de ella el amargo de angostura que fue tu ausencia. No recuerdo momento de mayor intensidad, ni lugar más propicio para el encuentro; ¡Una camioneta cayendo en un bache de la vía me daba la felicidad! Y yo millonario ausencias, derrochador de amores furtivos, ahora encontraba el vellocino de oro por tres monedas del costo del pasaje. ¿Ironías? O acaso desagravios del destino. Un beso, largo, suave, terso, de abajo hacia arriba, comiendo en breves intervalos las comisuras de tus labios y entreabriendo los parpados para mirar al chofer-felino devolviéndome una mirada llena de odio. Al dejar sellada el comienzo de esta relación, no me ahorré promesas ni comentarios acerca de tu boca, menuda y perfecta máquina hecha a la perfección para ser besada por mí, tu pelo en donde se enroscaba fácilmente un ángel y no perdería su encanto, te recogeré todas las tardes, te buscaré en las mañanas, te esperaré todas las noches en la parada, te acompañaré los sábados al mercado, madrugaré los domingos para la misa y dedicaré veinticinco horas de los cortos días en pensar en ti. Promesas, sólo promesas. Así como en este momento, a esta hora y en otro lugar alguien está incumpliendo con sus promesas yo falté a las mías, me faltó fe, fuerza o voluntad, no me venció la vida, sino sus lamentaciones.

Si, te olvidé, cargué contigo llevando tu olor como equipaje y me acompañó desde el día que no estuviste hasta la agonía de estas letras, hoy en un rapto de nostalgia, me propuse buscarte, comprendí tardíamente que esta ciudad es muy pequeña para no encontrarte, y muy grande para vivir sin ti. Me armé nuevamente de valor, ensayé frente al espejo mi mejor pose, me entretuve con mi mejor sonrisa, me bañe de tu perfume favorito, me probé mi mejor traje, recorrí mentalmente las avenidas y calles hasta llegar a tu parada, me imaginé tu cara, recordando cómo se iluminaba cuando nos veníamos, sentí de nuevo el juvenil mariposeo en el estómago, saboreé nuestra sopa favorita, busqué viejas y olvidadas libretas procurando nombres y números telefónicos de amigos comunes. Tu alargaste la mano para cancelar al chofer el costo del pasaje, te bajaste de la camioneta, caminaste con ese donaire tan tuyo, yo alargué también mi mano buscando tomar la tuya. Mi pequeño hijo me dio un tirón en la mano y me dijo:

Despierta papá, que se te hace tarde para llevarme al colegio.

Publicado el 01/02/2007
admin
Caracas Venezuela
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