Tamaño de la letra Tamaño de la letra

Divina Hembra


Divina hembra:

Finalmente, cuando apenas alcanzo a ser un espectro aún encarnado, justo ahora, cuando de poco me sirve, logro aproximarme a tu dulce misterio… a la vez antagónico y complementario. Divina… ¡Divina hembra!

Justo ahora, cuando mis manos no vibran ni pueden hacerte vibrar… sólo tiemblan.

Desde mi pausada ancianidad busco la atención de oídos jóvenes de hombre para legarles mi tesoro, pero ellos escuchan al viejo con el reverencial respeto de quien no presta atención.

Sólo tú, divina mujer, con infinita ternura te conmueves con los surcos de la piel, el ardor exiguo en una mirada y una trémula voz. Así que a ti, no sin tardía vergüenza, te ofrendo mi historia contigo.

Te conocí como una exquisita compañera de juego en mi más tierna infancia, cuando te creía mi igual, vestida en tonos rosa y con gestos que te hacían más graciosa y delicada que yo. Más tarde entendí que no eras mi igual, eras mi opuesta. Ante tu extrañeza, te excluí con vehemencia de mis rudos juegos. Pero tú siempre quisiste seguir jugando conmigo, y fue entonces cuando te herí por primera vez…

Te redescubrí cuando dejaron de confundir mi voz con la de mi madre al teléfono. Me maravillé con las exquisitas sinuosidades que comenzaba a mostrar tu cuerpo y que tan bien parecían amoldarse a mi única y recién notada protuberancia. Comencé a desearte. Con la misma intensidad, me avergonzaba de mi rubor cada vez que te acercabas. Hasta que, lastimosamente, mi ancestral prepotencia venció al rubor y lo transformó en arrogancia. De no haber sido así, tal vez hubiese podido comprenderte mejor desde entonces.

No sé cómo ni cuándo aprendí a conquistarte. O creí hacerlo. Comencé a hacer concesiones para que me permitieras acercarme. Aún recuerdo los corazones dibujados en las tarjetas coloridas que me regalabas. Aprendí a sonreírme con ellas disimulando mi sorna, fingiendo una ternura que no lograba sentir.

Pasaba largas horas contigo, contemplándonos tomados de la mano. Tú tratabas de escrutar mi alma, mientras yo intentaba adivinar la textura de tus pechos acariciando tus manos. Todo aquello era el precio a pagar para que me permitieras robarte un beso de lengua… ¡Muchacho idiota!

Qué no daría hoy por besar de nuevo, extasiarme tan sólo con la dulce ternura que mana de tus labios. Ahora, que sólo experimento ternura cuando contemplo tus corazones dibujados en un papel amarillento…

Durante mi juventud me afané por desarrollar lo que creí era el sutil arte de seducirte…

¿Te ríes?

Por supuesto, bien sabes que eras tú quien siempre me sedujo, dejándome creer lo contrario. No había subterfugio alguno que me permitiera acercarme a ti, si antes no hubieras decidido que podía hacerlo. Lo demás era un exquisito juego que me permitías hacer. Allí comenzaba tu vulnerabilidad, cuando en el juego creías escuchar lo que soñabas escuchar: palabras de amor. Y no siempre lo fueron. ¿Cuántas veces te herí de esa manera?

¡Ahhh, y el sexo! Cuando te hice hembra mucho antes de llegar a ser hombre.

Todavía me pregunto cómo pudimos llegar a entendernos manejando tan distintos lenguajes, cómo pude hacerte sentir placer desconociéndote tanto. Cómo pudo mi primaria genitalidad satisfacer tu divina sensualidad. ¿O no lo hice? Y tú, con maternal benevolencia, para protegerme de mi orgullo, lo callaste simplemente.

Fue muy tarde, durante el otoño de mis impulsos, cuando aprendí a descubrir los divinos misterios de tu cuerpo… en otros cuerpos. En verdad, ¡lo siento!

Luego vino la madurez, estúpido interludio de la vida humana que separa sus maravillosos extremos: la inocencia y la sabiduría.

Para entonces, casi sin poder evitarlo, establecí vínculos contigo. Comencé a desarrollar lo que por mucho tiempo llamé paciencia ante tus interminables quejas y reclamos, es decir, aprendí a no escucharte. ¡Eras tan complicada para mí entonces!

Hoy, ya tarde, comienzo a comprenderlo. Y era tan simple… esperabas recibir de vuelta lo que en verbo y acción me dijiste tantas veces: te quiero, te valoro, te admiro, te respeto… y otra vez, siempre otra vez… te quiero.

Gracias, divina hembra, por escuchar mi historia. Gracias por el brillo de esa lágrima que asomas. Lamento que sea tarde para mí, con estas manos que hoy solamente tiemblan.

Publicado el 19/02/2013