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Turbulencia


 

Gé:

Estoy sentado en un avión con rumbo a ti mientras el capitán enciende, por decimocuarta vez, las luces que indican “abrocharse los cinturones”. Lejos del miedo que padezco en estos casos, estoy disfrutándolo a sugerencia tuya. Este vuelo, además, es una buena excusa para escribir esta despedida.

Los aviones tienen en común con el amor esa condición de estancias efímeras. Ambos nos convierten en pasajeros en trance que comparten la angustia de no llegar al destino. Esa curiosa condición fue la que nos invitó a ambos a despegar de la resignación-de-que-nada-pase a la que parecíamos sentenciados en tierra, y abordar un vuelo urgente y lleno de miradas que lo dicen todo y mensajitos de celular que captan tu reflejo sonriente en la pantallita mientras los lees.

Estar literalmente en el aire e imaginar mi futuro me convence, otra vez, de que son éstas horas de incertidumbre. Estoy en un viaje nublado, con escasa perspectiva y mucho movimiento. Justifico mi espíritu ansioso: en breve cumpliré 30 años y no he plantado ningún árbol, no he tenido ningún hijo y, en lo que respecta a escribir, sólo he garabateado seis cartas de amor; todas cerradas con puntos suspensivos de los que me he vuelto, con el tiempo, un disciplinado coleccionista.

Ese día de diciembre que nos volvimos a ver, Gé, escondí la incertidumbre bajo las mágicas ganas de viajar contigo.  Era un reencuentro de viejos amigos y se suponía que nada nuevo pasaría. Había ya clausurado mi año emocional lleno de historias histéricas, fantásticas, novedosas, paranoicas, tristes y gratas. Un año en el que hice, en estricto orden, todas las cosas que no había siquiera intentado durante mis anteriores 28 años de vida. Concluía este tiempo convencido de que el destino era sólo mío, una vez más. Con la certeza de que pensar en encontrar a alguien para compartirlo era no sólo pretencioso, sino altamente iluso. Era un momento de egoísta calma donde mi felicidad parecía empozada en un charco.

Y te vi, Gé. De nuevo pero distinto. Y toda esa filosofía nihilista se hizo agua, para volverme a avisar que no puedo vivir sin amor. Todo por culpa –o más bien virtud- de esa sonrisa nerviosa, toda linda, y enmarcada en una estela rubia que se confundía con tu aura.

Esa noche eclipsamos la razón y nos convencimos de amanecer juntos. Volver a despertar abrazado a alguien de un modo tan simétrico y sincero me puso a considerar que irme de viaje era un desafortunado acto de ingenuidad. Esta noche, que regreso a verte, estoy seguro de que lo ingenuo es, en realidad, volver. Porque el trayecto que buscaba no estaba en el destino geográfico que había elegido, sino en esa presencia tuya que inconscientemente había invocado.

Y nos encontramos, pero siempre intuimos que nuestro viaje estaba programado en una ruta corta al interior de un avión con poca autonomía de vuelo. Con remotas posibilidades para abastecerse de más combustible que el de aquel primer beso incendiario, mientras esperábamos en mi casa al taxi que nadie había llamado. Esa noche primera yo nunca dormí, sospecho que lo sabes: me la pasé contando las pecas de tu espalda, que son casi tantas como los puntos suspensivos que colecciono.

Son los peores momentos del vuelo, lo confieso, pero yo sólo sonrío con la convicción, tomada por prestado de ti, de que las turbulencias hay que disfrutarlas, porque arrullan, y no hay emoción de volar si el avión no nos sorprende sacudiéndonos un poquito.

Este viaje contigo, Gé, me ha movido todo. Ha desordenado mi equipaje de mano; me ha obligado a ponerme la mascarilla de oxígeno y me regalado una visa para un lugar que no figuraba en mi atlas emocional.

Regreso hoy porque más pudo la ilusión de salir contigo; el deseo de continuar enterrando miradas bajo las pecas de tu espalda durante madrugadas-a-punto-de-dormirme y luego llevarte a tu casa, recorriendo la carretera mientras los pájaros destiñen la noche; yo en secreto, deseaba nunca llegar al destino, rozando tu mano y contemplándote de reojo; y pensando en lo diferentes que somos y en lo mucho que me gustas… Pero los viajes, ya lo sé, duran lo que tienen que durar.

Me pregunto ahora, Gé, si nuestras turbinas no tuvieron la suficiente potencia como para iniciar un viaje sin rumbo claro y de largo alcance, o si en todo caso fue el miedo a las turbulencias lo que nos impidió seguir volando. La respuesta ya no importa. Pasaré la zona de migraciones sensibles cuando vuelva a verte. El aterrizaje (contigo) no ha sido forzoso. Me emociona que hoy leas esta carta de despedida que es, sobre todo, de agradecimiento, porque, como leí en un mensaje que aguardó por mí en una galleta de la suerte: “el que está acostumbrado a viajar sabe que algún día tendrá que partir”.

Te deseo buen viaje, Gé. Quedan muchos aeropuertos para encontrarnos y muchas turbulencias por disfrutar.

Publicado el 19/02/2012
jmateus
Peruano, 29 años, comunicador social. Enseño en la universidad y aprendo en la vida. Creo en el amor y colecciono puntos suspensivos. Leo cuentos y a veces los vivo. Escribo por salud mental y  por placer.