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A Margarita…


A Margarita…

En los momentos de tristeza no puedo contener el deseo de escribirte, de comunicarme contigo, de contarte que en mi alma y en mi cuerpo están pasando cosas, que me asustan, me sorprenden y llenan de angustia mi existencia. Dime, quién mejor que tú podría entenderme? Las palabras están allá, aquí, no sé dónde exactamente, pero sé que están. Te confieso que me sonrojo al verlas escritas, porque son la prueba de la forma y el sonido de mis pensamientos, es decir, su representación concreta. Hoy te pido para ellos tu silencio generoso y tu paciencia infinita.

Cuando cierro los ojos te hallo en las habitaciones de mi memoria; cuando los abro estás allí, como siempre, haciendo las cosas que te gustan, hablando de tus programas favoritos, tejiendo los bellos tapetes u oyendo tu música, conmigo, siempre conmigo. Te invito a que repasemos episodios que, por lejanos en el tiempo, quizás hayas olvidado, pero que desde que te fuiste, se me antojan cotidianos, frescos y tan valiosos como las moneditas de plata que guardé durante años en la panza de yeso del cerdito hambriento que era mi alcancía.

¿Recuerdas cuántas veces nos fuimos de rumba? Tú faltabas al trabajo al día siguiente y yo a duras penas, con los párpados como frotando vidrio, sobrevivía a otra jornada universitaria. Y aquella mañana en la que recién limpios los cristales de la ventana le atestaste tu frente sin pizca de precaución? ¡De verdad fue memorable! Sólo pretendías asomarte para saludar a un amigo. Pero te frenó una durísima y fría transparencia. En silencio retrocediste dos pasos, calladita, segura de que nadie te había visto cometer semejante extravagancia, pero… ¡Sorpresa! Yo estaba detrás de ti; pegaste un brinco, dejaste escapar un ¡ay! Y nos reímos a carcajadas. Inútilmente, me pediste que guardara el secreto de tu frontino manchón violeta, pues se lo conté al más irreverente de tus sobrinos, quien en lo sucesivo se convirtió en el mejor relator del acontecimiento.

Una tarde, en lo mejor de un cuento picantísimo, que compartiste conmigo al llegar del trabajo, apoyaste el pulgar en el borde de tu dentadura superior. (Vale la pena aclarar que dicha acción fue absolutamente necesaria en función de hacer más exacta y creíble la narración). Al finalizar la frase apartaste tu mano bruscamente y algo salió volando de tu boca. Fue un momento poético y, por qué no decirlo, coreográfico. “Eso” dio un giro en el aire para ir a perderse quién sabe a dónde. Yo no me explicaba tu expresión de espanto; todo sucedió tan rápido que fue imposible detallar qué era aquello que buscabas con desesperación en el piso, en el sofá, detrás del televisor, hasta que te diste por vencida y me gritaste. ¡mis dientes, mis dientes! Reaccioné uniéndome a la búsqueda y ¡bingo! En lo más recóndito de la habitación encontré el tesoro perdido: tu prótesis dental. Acto seguido te encerraste en el baño y nunca terminaste el cuento aquel.

Fueron tantos los momentos compartidos, tanta la risa, tanto el despiste... No creo que hayas olvidado una vez cuando saliste apuradísima  porque se te hizo tarde para ir a trabajar? Yo me iría después que tú porque no tendría clase a primera hora. Me sorprendí cuando te vi llegar de nuevo a casa. No quise preguntarte qué había pasado. Temía perturbarte más de cómo ya parecías estar. Debía ser grave, puesto que estabas de nuevo en casa arriesgando tu puntualidad laboral. Esperé hasta que hablaras y así sucedió. Me pediste, con gran parsimonia, que me fijara en tus pies. ¡Increíble!. Llevabas en tu pie derecho un zapato azul marino y en el izquierdo, uno negro. Notaste la diferencia cuando llegaste al estacionamiento, donde la mirada de un vecino te hizo percibir que algo andaba mal. Irremediablemente, llegaste tarde a la oficina, eso sí, con tus dos zapatos negros.

¡Qué buena es la vida cuando nos obsequia con la miel de la alegría, con la paz del afecto correspondido; y qué injusta y mezquina cuando nos niega hasta el derecho a la esperanza!

Un día cualquiera a los relojes se les antojó marchar a la inversa. Su tictac se tornó disonante y desafinado, anuncio de paredes blancas, sábanas blancas, habitaciones frías, células enloquecidas, multiplicación imparable, acero cortante y amarga verdad.

Aún cierro los ojos y te hallo en el laberinto de mi memoria; los abro y estás allí: callada, casi dormida, temerosa; despidiéndote sin que me diera cuenta; procurándome protección para cuando ya no estuvieras; suplicándome en silencio que te dejara ir… Te oculté que el final estaba cerca; me esforcé por evitar más sufrimiento; me aparté de ti por un instante y aprovechaste para volar, para liberarte; sin ruido, sin gestos, sin dolor… En una expresión de amor infinito me negaste tu último suspiro. Lo sabías, siempre lo supiste…

Ignoro cuál es el idioma que hablas donde estás ahora, por eso me aventuré a escribirte en un lenguaje universal y al cual, debo reconocer, como tonta me resistí, supuestamente, porque así me dolería menos tu ausencia… ¡Qué equivocada estaba!

De tu hija que te ama.

Eglé

Publicado el 08/02/2008
Eglé García
Soy Docente desde hace 24 años, en todos los niveles, en la Especialidad de Lengua, Mención Literatura. Coralista por mucho años. Con estudios de Guitarra Clásica. Mi madre es mi motivación al escribir para este concurso, y quería rendirle un tributo, lo cual he logrado con esta clasificación.