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Contándote tus cuentos…


Hola abuelita, nunca creí que después de tantos años, aún te encuentres tan presente en mi vida. Parece que fue ayer cuando estábamos en tu cuarto esperando que llegara tu hija Katty para que pudieras partir tranquila. Y es que hasta ese momento lo decidiste.

No sé si me recordarás, pues yo era muy pequeña en ese tiempo; mas para mí, fuiste inmensa, increíble y tremendamente bella.

Pasaste por la vida sin dar frutos de tu propio vientre, pero tu hermana te ofreció su más preciado bien: Una hija que amaste como propia, mi madre, por quien diste todo y más. Luego vinieron tus “otros hijos”, regalo también de una criada muy querida. Fue así como te llenaste de hijos sin tú quererlo. Y siguieron los nietos que, entre una cosa y otra, se morían por pasar un fin de semana con la abuelita Lucía. Pero no sólo eso ocurría con nosotros, también tus sobrinos y todos los allegados querían pasarla contigo, en tu casa. Y es por eso que escribo, abuelita. Quiero preguntarte cómo lo hiciste. ¿Cómo lograste dejar huellas en tantas personas? ¿Cómo lograste cautivarnos de manera tan asombrosa?

Pues sí, abuelita, si no lo sabías, has dejado marcas en muchas personas. Has donado tus peripecias y ocurrencias a muchos. Nos has dejado un gran legado que tus hijos y sobrinos han transmitido, pues no hay reuniones, fiestas, bodas o bautizos donde no salga a relucir tu nombre con un gran cuento con final cómico. Siempre nos vamos a reír, siempre diremos “Dios Santo, así era Lucía."

Lo mejor de todo es que cada uno tiene una anécdota. Todos tenemos nuestro cuento personal con Lucía, nuestra historia chistosa con la abuelita. Mi mamá, por ser tu hija, tiene un gran arsenal de ellos. Cuando sucede algún evento que le haga recordarte, nos lanza su relato “a lo Lucía”, y morimos a carcajadas. Es tanto así, que forma parte de nuestro vocabulario del día a día decir “Sal de ese cuerpo Lucía”, cuando alguno hace o dice algo similar a tus cosas.

Siempre nos cuenta que tú decías que tu vecina Nina te daba sueño. Que su conversación era demasiado somnífera, que así hubieras hecho la siesta, apenas ella llegaba, te entraban unas ganas enormes de dormir otra vez. Igual le sucede a ella, a mamá, con alguna de sus amigas, y es entonces cuando dice “Estoy igualita a mi mamá.” Mi hermana menor recuerda que, siendo muy niña, le regalaron unos patines, y como tú no la dejabas patinar en la calle, le dijiste que lo hiciera dentro de la casa. Pero al cabo de unos días estabas cansada de los patines y los escondiste. Ella lloró y le dijiste que se los habías dado a una señora muy pobre. Al día siguiente, buscando algo debajo de la cama, ella los encontró escondidos en una bolsa y te dijo: “Abuelita, aquí están los patines”, y tú le dijiste: "Pues sí, la señora te vio triste llorando y los devolvió." Así eras tú, no perdías ni una.

Mi tío recuerda cuando compraste tu carro nuevo. Al cabo de los años, por el sol y las lluvias comenzó a desteñirse la pintura, y un día tú le dijiste que habías resuelto el problema del carro pintándolo tú misma. Cuando él fue a verlo, efectivamente estaba pintado muy bien, pero con la gran diferencia que era pintura de las utilizadas para pintar las paredes de las casas. Fue todo un show, e incluso yo de niña hasta pinté el carro cuando le dabas algún raspón, y me decías “Es más práctico, verás. Siempre tengo pintura blanca en la casa.” Otra más de tus ocurrencias.

Se suma a todo esto tus enormes escrúpulos que no te abandonaron jamás, corriendo con la suerte de ser a ti a quien le pasaran las peores situaciones, como la de la uña en la sopa o la de la cucaracha que encontraste en el ponche crema que tanto te fascinaba. Pero ninguno como el ya famoso cuento conocido por todos, de la ocasión en que visitaste a una gran amiga que padecía de tuberculosis. No querías comer ni tomar nada por temor a contaminarte de la enfermedad, pero ante la insistencia de tu amiga, tuviste que aceptar una taza de café. Te las ingeniaste para tomártelo por el lado opuesto a la que todos lo tomamos, por el asa de la taza. Tu amiga, al verte tomar el café de esa manera, te comentó: “Lucía, tomas el café por donde mismo yo lo tomo.” Te querías morir. No lo podías creer.

Así eras tú con tus tantos otros cuentos que en su mayoría eran inventos, y que aquí escribiendo recuerdo y me hacen reir por largo rato. Como aquel de tu empeño de que no fuéramos Scouts, porque seríamos niñas con pies grandes, o el de amarrarnos una correa a la cintura para poder tener más cintura, o aquel otro de cuando escuchabas algún ruido y salías a la puerta de la calle con tu pistola a “echar tiros al aire”, y te preguntábamos: "¿Para qué, abuelita?", y nos decías: “Por si acaso.” Esa fuiste tú. De tus ocurrencias hace ya más de 20 años, pero estás presente cada día. Si creiste no habernos dejado nada en vida que valiera la pena, te equivocaste; alegraste nuestra niñez y nos sigues enriqueciendo. Además, abuelita, hay muchas Lucías por aquí que siguen heredando tus locuras. ¿Genético? No lo sé. Pero pareciera que tus bisnietos nacieron con una porción de ADN mutada "a lo Lucía”, pues sin duda alguna tienen el mismo patrón. Así que, como dijo mi hermana: “Hay Lucía para rato.” Te quiero mucho. Tu nieta.

Publicado el 28/02/2012
Mariella Vecchionacce Queremel
Soy una chica  venezolana, de profesión médico, franciscana hasta la médula. Devoradora de libros, corredora amateur, amante de la música. Feliz tía de dos maravillosas niñas.