Urachiche, 12/02/13
Vero:
Me vas a olvidar un día sin darte cuenta. Es así como se olvidan las cosas. Las que se olvidan de verdad. Vas a olvidarme inesperadamente, sin aviso. Mi recuerdo va a desvanecerse como sucede cada vez que nos vence el sueño. Nos dormimos y no nos acordamos. Por más que lo intentemos no recordamos cuándo nos quedamos dormidos. Sí, nos dormimos y no nos damos cuenta. ¿No te ha pasado? Esa es la esperanza que tengo y la certeza que te doy.
No lo digo porque soy adivino, ni psíquico, ni nada parecido, sino porque eso fue lo que me pasó cuando se murió mi hermano. Jugábamos todas las tardes a policías y ladrones, nos escapábamos juntos de la escuela, me prestaba su bicicleta y yo le prestaba el guante para que se luciera en el béisbol. Yo le llevaba un año apenas. Así eran las cosas antes. Parían y quedaban preñadas. Pero eso no tiene que ver con el tema. Lo que quería decirte es que Lungo (así le decíamos a mi hermano porque se llamaba Laurelino pero ese nombre no le gustaba) y yo éramos hermanos de verdad verdad, lo que se dice hermanos. Juntos todo el tiempo y juntos para lo que saliera. Pero se murió. Se murió también de repente. Le dio una fiebre, unos escalofríos y un dolor de cabeza que se le iba y le regresaba. La fiebre también iba y venía. Pasaron unos días y se murió.
Me pegó mucho. Yo no entendía lo que había pasado. A esa edad uno no razona y para uno la muerte era una cosa que le da a los viejos, no a los chamos ni a los hermanos de uno. Lloré fue al segundo día, porque el primer día uno todavía no siente que su hermano se murió. Uno lo siente después. Y estuve triste como dos meses. Triste y como apendejeado. No me daba hambre, no sabía qué hora era porque yo calculaba la hora deduciendo cuándo empezábamos y terminábamos de jugar. Un día me decidí a agarrar la bicicleta y tuve que dejarle el guante en su cama porque me sentía mal si no lo hacía.
Eso me duro dos meses, más o menos. Pero sin darme cuenta, la vida, lo demás, lo que uno hace, como la escuela, las tareas, los mandados y la conversadera en la calle con los muchachos, va como metiéndose, haciéndole a uno un favor sin que uno se dé cuenta. Y de repente, así de repente, se te olvida que tu hermano se murió. No es que olvidas a tu hermano, es que olvidas que se murió. No sé si me explico. Olvidas que te duele. Olvidas que ya no está y eso es como una paz. Después de viejo me decían que eso era resignación, pero yo no creo eso. Para mí la resignación es conformismo y yo no sentía eso. Lo que sentía era paz.
Entonces es paz, es una especie de felicidad, aunque suene raro o feo. Uno sabe que se murió, pero no sufre. Uno se da cuenta que ya no está, pero no lo extrañas, más bien sientes que siempre está, pero de otra manera, como dentro de ti, en tus pensamientos, en tus ideas. No es un recuerdo, es una presencia. Se te olvida el dolor y queda la esencia, lo que vale la pena, lo que es beneficioso. Queda lo eterno. Queda lo que une un hermano a su hermano. Ese símbolo es una forma de vida, un espacio diferente en el que uno vive de otro modo, sin las cargas de la existencia, sin los temores, sin las urgencias. Esas experiencias son barricadas, trincheras en las que nuestros sentimientos, de tanto sufrimiento y disimulo, terminan encubiertos, y se quedan allí hasta que se nos acaba la paciencia o el dolor, y nos encontramos con lo único que la vida nos dio, lo único que es verdad, lo que vino al mundo con nosotros, que salió del vientre de nuestras madres acompañando nuestro llanto germinal, eso que desapareció con el desobediente acto de libertad que fue el Pecado Original: la certeza insoslayable de que nacemos sentenciados.
Te amaré siempre, Víctor.
Vero:
Me vas a olvidar un día sin darte cuenta. Es así como se olvidan las cosas. Las que se olvidan de verdad. Vas a olvidarme inesperadamente, sin aviso. Mi recuerdo va a desvanecerse como sucede cada vez que nos vence el sueño. Nos dormimos y no nos acordamos. Por más que lo intentemos no recordamos cuándo nos quedamos dormidos. Sí, nos dormimos y no nos damos cuenta. ¿No te ha pasado? Esa es la esperanza que tengo y la certeza que te doy.
No lo digo porque soy adivino, ni psíquico, ni nada parecido, sino porque eso fue lo que me pasó cuando se murió mi hermano. Jugábamos todas las tardes a policías y ladrones, nos escapábamos juntos de la escuela, me prestaba su bicicleta y yo le prestaba el guante para que se luciera en el béisbol. Yo le llevaba un año apenas. Así eran las cosas antes. Parían y quedaban preñadas. Pero eso no tiene que ver con el tema. Lo que quería decirte es que Lungo (así le decíamos a mi hermano porque se llamaba Laurelino pero ese nombre no le gustaba) y yo éramos hermanos de verdad verdad, lo que se dice hermanos. Juntos todo el tiempo y juntos para lo que saliera. Pero se murió. Se murió también de repente. Le dio una fiebre, unos escalofríos y un dolor de cabeza que se le iba y le regresaba. La fiebre también iba y venía. Pasaron unos días y se murió.
Me pegó mucho. Yo no entendía lo que había pasado. A esa edad uno no razona y para uno la muerte era una cosa que le da a los viejos, no a los chamos ni a los hermanos de uno. Lloré fue al segundo día, porque el primer día uno todavía no siente que su hermano se murió. Uno lo siente después. Y estuve triste como dos meses. Triste y como apendejeado. No me daba hambre, no sabía qué hora era porque yo calculaba la hora deduciendo cuándo empezábamos y terminábamos de jugar. Un día me decidí a agarrar la bicicleta y tuve que dejarle el guante en su cama porque me sentía mal si no lo hacía.
Eso me duro dos meses, más o menos. Pero sin darme cuenta, la vida, lo demás, lo que uno hace, como la escuela, las tareas, los mandados y la conversadera en la calle con los muchachos, va como metiéndose, haciéndole a uno un favor sin que uno se dé cuenta. Y de repente, así de repente, se te olvida que tu hermano se murió. No es que olvidas a tu hermano, es que olvidas que se murió. No sé si me explico. Olvidas que te duele. Olvidas que ya no está y eso es como una paz. Después de viejo me decían que eso era resignación, pero yo no creo eso. Para mí la resignación es conformismo y yo no sentía eso. Lo que sentía era paz.
Entonces es paz, es una especie de felicidad, aunque suene raro o feo. Uno sabe que se murió, pero no sufre. Uno se da cuenta que ya no está, pero no lo extrañas, más bien sientes que siempre está, pero de otra manera, como dentro de ti, en tus pensamientos, en tus ideas. No es un recuerdo, es una presencia. Se te olvida el dolor y queda la esencia, lo que vale la pena, lo que es beneficioso. Queda lo eterno. Queda lo que une un hermano a su hermano. Ese símbolo es una forma de vida, un espacio diferente en el que uno vive de otro modo, sin las cargas de la existencia, sin los temores, sin las urgencias. Esas experiencias son barricadas, trincheras en las que nuestros sentimientos, de tanto sufrimiento y disimulo, terminan encubiertos, y se quedan allí hasta que se nos acaba la paciencia o el dolor, y nos encontramos con lo único que la vida nos dio, lo único que es verdad, lo que vino al mundo con nosotros, que salió del vientre de nuestras madres acompañando nuestro llanto germinal, eso que desapareció con el desobediente acto de libertad que fue el Pecado Original: la certeza insoslayable de que nacemos sentenciados.
Te amaré siempre, Víctor.
Publicado el 13/02/2014
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Soy un aventurero del pensamiento que nació en Carora, estado Lara, hace 48 años. Hice mis estudios en Comunicación Social y vivo de contar historias que convierto en publicidad, creo y purifico marcas y cultivo un pensamiento nihilista aunque vivo cautivado por la belleza infinita de las palabras, las metáforas y las imágenes. Soy esposo de Carmen Salerno y presumo de la paternidad de Andrés y Claudia. No tengo mascotas. Me enloquece el tráfico. Prefiero el vodka (con limón y soda). Soy ateo.