Naciste en Gramalote el mismo pueblo colombiano que se grabó en tu mente y hace unos meses se lo tragó la tierra para siempre.
Por allí pasaron los soldados del General Uribe Uribe y se llevaron a tu papá. Lo montaron en un caballo y desde la ventana apenas divisaste una nube de polvo y solo escuchaste el ruido de los cascos. Te quedaste sola con tus hermanos y tu mamá, quienes vagaron por las fincas cercanas, hasta que un alemán te enamoró, te regaló un hijo pero no se casó contigo. Tenías 16 años.
Llegué a tu vida, apenas nacida y a los dos años ya te llamaba “mamá”, pero eras mi abuela. Nunca supe tu edad, porque un terremoto arrasó con la iglesia de tu pueblo y enterró tu partida de bautizo. La imagen que guardo de ti, es la de una señora muy blanca, de nariz pequeña, ojos claros, cabello castaño peinado en un moño como de bailarina, el cuerpo delgado, la risa linda y manos preciosas.
Dicen familiares que mis manos son como las tuyas, solo que esas manos fabricaban muñecas de trapo, hacían primores en crochet, en dulces de todos los sabores y daban vuelta a un carrusel de donde salían velas multicolores. Esas manos sembraron un deslumbrante jardín en el que crecían las flores que estallan en la primavera eterna de los climas fríos: rosas, claveles, narcisos, azaleas, lirios, nardos y gladiolos. Te convertiste en la jardinera de Málaga en donde vivimos muy felices hasta que llegó la violencia y nos obligó a olvidar la luz de un pueblo pacífico que se tiñó de sangre y jamás pudimos volver a ver.
No sé si te guste que hable de tu vida, pero es que no puedo dejar de nombrarte y hasta te he convertido en santa milagrosa. En cualquier dificultad acudo a tus favores y no lo puedes creer pero mi hija y mis nietas encienden velas a tu retrato cuando están en apuros y juran que sí, que eres santa, pero no te preocupes, nadie te va a llevar a los altares, porque eso sí te molestaría. Aún guardo en mi memoria tu rostro lleno de lágrimas cuando resolví venirme a Venezuela con mi hija de pocos meses. Sólo me dijiste: -aquí está tu casa-. No volví, pero viniste muchas veces a Caracas y cuando te llevé al mar, querías quedarte ahí chapoteando de alegría y disfrutando del sol y de la arena.
¿Qué quiero decirte en esta carta de amor? Que es la carta de amor que nadie te escribió porque el alemán te abandonó y nunca más amaste a otro hombre. Quiero contar que me enseñaste a leer versos de amor, a recitar en la iglesia, a escribir en unos cuadernos blancos de pastas azules, a caminar erguida y a entender que la vida entre más simple es menos amarga. Quiero decir, Amalia, que todos los días menciono tu nombre y te doy las gracias por reírte, en lugar de castigarme, cuando en los días de lluvia llegaba a casa empapada, con los zapatos de Domingo destruidos y cuando en lugar de ir a la escuela me quedaba en un circo, extasiada, viendo ensayar a los trapecistas. Tenías cinco vestidos, dos pares de zapatos, un pañolón negro de seda y eras feliz.
Jamás usaste menjurjes en tu hermoso rostro y tu placer fue siempre el enseñarme la ortografía a través de unos versos infantiles que aún repito para indagar si amor, de verdad, no se escribe con Hache.
Por allí pasaron los soldados del General Uribe Uribe y se llevaron a tu papá. Lo montaron en un caballo y desde la ventana apenas divisaste una nube de polvo y solo escuchaste el ruido de los cascos. Te quedaste sola con tus hermanos y tu mamá, quienes vagaron por las fincas cercanas, hasta que un alemán te enamoró, te regaló un hijo pero no se casó contigo. Tenías 16 años.
Llegué a tu vida, apenas nacida y a los dos años ya te llamaba “mamá”, pero eras mi abuela. Nunca supe tu edad, porque un terremoto arrasó con la iglesia de tu pueblo y enterró tu partida de bautizo. La imagen que guardo de ti, es la de una señora muy blanca, de nariz pequeña, ojos claros, cabello castaño peinado en un moño como de bailarina, el cuerpo delgado, la risa linda y manos preciosas.
Dicen familiares que mis manos son como las tuyas, solo que esas manos fabricaban muñecas de trapo, hacían primores en crochet, en dulces de todos los sabores y daban vuelta a un carrusel de donde salían velas multicolores. Esas manos sembraron un deslumbrante jardín en el que crecían las flores que estallan en la primavera eterna de los climas fríos: rosas, claveles, narcisos, azaleas, lirios, nardos y gladiolos. Te convertiste en la jardinera de Málaga en donde vivimos muy felices hasta que llegó la violencia y nos obligó a olvidar la luz de un pueblo pacífico que se tiñó de sangre y jamás pudimos volver a ver.
No sé si te guste que hable de tu vida, pero es que no puedo dejar de nombrarte y hasta te he convertido en santa milagrosa. En cualquier dificultad acudo a tus favores y no lo puedes creer pero mi hija y mis nietas encienden velas a tu retrato cuando están en apuros y juran que sí, que eres santa, pero no te preocupes, nadie te va a llevar a los altares, porque eso sí te molestaría. Aún guardo en mi memoria tu rostro lleno de lágrimas cuando resolví venirme a Venezuela con mi hija de pocos meses. Sólo me dijiste: -aquí está tu casa-. No volví, pero viniste muchas veces a Caracas y cuando te llevé al mar, querías quedarte ahí chapoteando de alegría y disfrutando del sol y de la arena.
¿Qué quiero decirte en esta carta de amor? Que es la carta de amor que nadie te escribió porque el alemán te abandonó y nunca más amaste a otro hombre. Quiero contar que me enseñaste a leer versos de amor, a recitar en la iglesia, a escribir en unos cuadernos blancos de pastas azules, a caminar erguida y a entender que la vida entre más simple es menos amarga. Quiero decir, Amalia, que todos los días menciono tu nombre y te doy las gracias por reírte, en lugar de castigarme, cuando en los días de lluvia llegaba a casa empapada, con los zapatos de Domingo destruidos y cuando en lugar de ir a la escuela me quedaba en un circo, extasiada, viendo ensayar a los trapecistas. Tenías cinco vestidos, dos pares de zapatos, un pañolón negro de seda y eras feliz.
Jamás usaste menjurjes en tu hermoso rostro y tu placer fue siempre el enseñarme la ortografía a través de unos versos infantiles que aún repito para indagar si amor, de verdad, no se escribe con Hache.
Publicado el 25/02/2011
Twittear
Nací en Colombia, he vivido más de 30 años en Venezuela, estudié Filosofía y Letras y he trabajado en la mayoría de los periódicos venezolanos especialmente en El Nacional, El Universal y El Mundo. He dedicado la mayor parte de mi vida al oficio de reportera y escribo un libro de Memorias .