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Mí amado Roberto


“Miro recto, sin respetar la curva de la tierra,

y estás ahí,

con tus ojos brillantes,

con brillo de piedra permanente

calle inevitable y amada

llena de rincones húmedos

y flores persistentes

Es una pena no poder abrazarte”

Sao Paulo, 1984

Mí amado Roberto:

He vuelto al pasillo blanco de la facultad para evocar por última vez, el día de tu viaje a Brasil. Era viernes, mes de Enero, mediodía. Entonces, este pasillo nos reconocía como suyos y era cómplice de nuestras metas que estaban, todas, por cumplir.

Viernes, mes de enero, mediodía. Te irías. Ya sabías cien palabras en portugués y estabas preparado  para viajar a Sao Pablo. Serias urbanista. Yo me quedaría para ser bióloga. Nos unía un romance fugaz que nació entre discusiones acerca de la inviabilidad de mis relaciones epistolares con algún uruguayo sin rostro y tus burlas por me ignorancia acerca de los “ponsigués” que crecían frondosos en San Felipe y que yo, insigne caraqueña, nunca había visto.

Viernes, mes de enero, mediodía. Sin mayores aspavientos propios de la gente vulgar, dejaste un libro en mis manos, “confieso que he vivido” de Pablo Neruda.

Sabias que me gustaba Neruda. También Benedetti, de quien criticabas su tono localista y panfletario.

A mí no me importaba y lo utilizaba para profetizar: “llegará, Roberto, el día en que al fin me necesites”.

Viernes, mes de enero, mediodía. El reloj de la plaza del Rectorado fue el escenario de nuestro primer desencuentro.

Llegaron pocas cartas tuyas. Recuerdo aquella con foto tomada en Bolivia, rodeado de selva y ácaros, que me hizo comprender como tu espíritu sagitariano te llevaría siempre lejos, cuanto más lejos mejor, solo para demostrar que no pertenecías a nada ni a nadie.

Mi vida seguía en este pasillo blanco. Semestre tras semestre guardaba tus cartas breve, siempre, casi impersonales. Creo que ya te amaba.

Una tarde llegó la alegría en sobre verde – amarillo. Era un poema. Escrito por ti, para mí, fechado en Sao Paulo, un día cualquiera de 1984. Me regalaste un mantra para orar a un Dios creado a tal efecto, por tu regreso a mi vida.

Pasó el tiempo. Muchísimo tiempo. A pesar de mi consagración a este pasillo blanco nunca más tu imagen irrumpió en él para robarme del mundo.

En los quince años siguientes, nunca más, estuviste tú.

Sabrás disculparme por no contarte estas cosas durante nuestro reencuentro de 1999. No pude hacerlo porque toda mi atención estaba en asegurarme de que eran esos tus gestos, esa tu voz y ese olor de mi piel húmeda por tu beso. También me reconociste y recetamos al unísono tu poema hermoso para una novia ausente. Un beso, ahora más inevitable y más profundo, logró que nuestro cuerpo físicos, maltrechos vehículos del karma, exudara notas de  sándalo mientras hacíamos el amor primero.

Cerré mis ojos brillantes, con brillo de piedra permanente, para medir la certeza del ritual perfecto de dos amantes ansiosos y eternos. En ese momento tuvo sentido cualquier concepción del Universo.

Te amé Roberto. Te amo hoy, aún, desde el dolor mortal, voluntario y triste de nuestro segundo desencuentro.

He vuelto al pasillo blanco de la facultad para matar nuestra historia. La actitud ausente de los jóvenes que pasan sin mirarme me hace consciente de que ya no existo. ¡Estoy aturdida! He perdido toda referencia. No sé si es viernes, mes de Enero ó mediodía. Para los fantasmas del amor no tiene sentido el tiempo.

Publicado el 08/02/2005
María Angélica Taisma
Caraqueñísima. Bióloga, con doctorado en botánica y bastante come-flor. Por ahora, docente – investigadora de la casa que vence las sombras. En el futuro, cuando haya aprendido a escribir, aspiro dedicarme al trabajo de echar el cuento de mi vida… ¡Sin censura!