Todos me lo advirtieron y no quise creerlo. Familiares y amigos pronosticaron lo que pasaría, pero yo me resistía a tomar en serio sus palabras. Era simplemente imposible que eso sucediera. Usted nunca me haría eso…a otros quizás si, pero a mí? Noo!
Es que me quería mucho, muchísimo y yo a usted también, abuela. Siempre fui su favorita, la consentida por ser la más pequeña. Compartíamos largas horas juntas e incluso cuando me regañaba para que no hablara en tono “llorón” sentía en su mirada de rigor militar, cariño verdadero. Por eso no entendí cuando escuché en una conversación entre mi madre y tías que había alguien en su vida que poco a poco haría que nos olvidara a todos, sin excepción. No era insólita la posibilidad de que encontrara una nueva pareja porque usted era viuda, pero no pensé que nos olvidaría por él.
Yo tendría apenas 10 años cuando escuché la noticia y dentro de la egolatría característica de esa edad y la certeza de que el universo giraba en torno a mi existencia, llegué a creer que mi madre y tías conspiraban por envidia al amor que me tenía; querían alejarme de usted y en su desesperación por disfrutar del amor que me concedía habían recurrido a esa estrategia poco honesta.
Así pues, transcurrió el tiempo y ellas hablaban del hombre que además era alemán, Alzheimer lo llamaban y a pesar de que ningún germano, catire, de 2 metros (como yo lo imaginaba) había arribado a nuestras vidas para robarme su cariño, presentía que las cosas iban a cambiar.
Y así sucedió. Aunque como siempre me abrazaba con ternura e instinto protector, algo en su mirada era diferente. Por momentos sus ojos se concentraban en el infinito, en una galaxia desconocida a la que no teníamos acceso ni yo ni nadie. Y cuando intentaba obstaculizar su contemplación perdida del espacio y traerla de vuelta a Caracas, me frustraba al no conseguir resultado. Prefería quedarse allí, absorta de la nada.
Ya con más edad entendí que aunque Alzheimer no era un hombre, podía ser más devastador que un marido borracho. Entendí que no debía odiar a Alemania, ni las salchichas, ni la Colonia Tovar porque no tenían culpa de lo que ocurría. Entendí que se trataba de un cáncer indetenible de la memoria que se instala en una persona pero afecta igual o más a todos lo que la rodean.
-“¿Y…tú quién eres?” Así me dijo la primera vez que me olvidó. Un sábado, estábamos en la sala de la casa viendo televisión desde hacía horas cuando lentamente giró la cabeza, me vio directo a los ojos y me lanzó la fulminante pregunta, cuatro palabras que me hicieron migajas el corazón. “Adriana, su nieta” le respondí con voz entrecortada. “Ahh” me dijo, y así de simple dio por satisfecha su curiosidad mientras yo lloraba el dolor que me causaba ingresar al grupo de “los olvidados”.
Luego del episodio de ese sábado enterré todas mis esperanzas Hollywoodenses de finales felices en las que me imaginaba que era posible luchar contra la enfermedad y vencerla. Siempre creí que olvidaría al portugués del abasto, a la conserje del edificio y al párroco de la iglesia… ¿pero no pasaría así con los realmente importantes y yo me metí en ese grupo. De cualquier manera decidí condenarla a usted (y no al Alzheimer) por dejarse vencer y me propuse que usted tampoco me importaría tanto…total, era demasiado el amor olvidado…qué desperdicio!
Desde ese momento empecé a decirle la hora sin mirar el reloj porque sabía que al final de mi respuesta vendría de nuevo la misma pregunta, no me importó ver películas con subtítulos mientras estaba conmigo sabiendo que ya las letras para usted no tenían significado, no me esforzaba ni siquiera en preparar sus comidas favoritas, igual lo olvidaría.
Hasta que un día se vio en el espejo y me preguntó quién era esa en frente de usted e incluso comenzó a hablarle al reflejo de su imagen para saber “qué hacía una mujer extraña en la casa”. Entendí que el alemán era fuerte en verdad, había borrado su propio recuerdo.
Quise pedirle mil veces disculpa por mi egoísmo, mi inmadurez, por mi egocentrismo. Quise pedirle disculpas y lo hice en ese instante con lágrimas en los ojos y sabiendo que no entendería nada. Mis palabras llamaron su atención y la dispersaron del misterio de la señora del espejo. Me dijo “Adriana, qué te pasa…”
Me dijo Adriana. Pudo reconocerme y me llamó por mi nombre. Dos minutos antes no sabía quién era usted misma. Dudé ser merecedora de ese lugar en su memoria.
Abuela, no fui la mejor nieta y ahora que ya no está mi alma se arrepiente. Se fue después de un largo padecer, y mi consuelo fue pensar que aunque la enfermedad barrió los momentos buenos, también desapareció los amargos. Y probablemente se llevó consigo el sufrimiento y la desesperación de los instantes de lucidez, en los que sentía cómo se queman los archivos de su propia historia.
Pero, abuela, tengo la certeza de que después de la muerte a todos nos espera una base de datos gigante, como un disco duro de nuestras vidas. Espero que lo haya descubierto y así pueda reconstruir sus últimos años junto a los que la amamos hasta el final.
Espero me perdone y sepa que la quiero y la extraño más de que mi mente podrá recordar.
Su nieta
Adriana Morantes
Es que me quería mucho, muchísimo y yo a usted también, abuela. Siempre fui su favorita, la consentida por ser la más pequeña. Compartíamos largas horas juntas e incluso cuando me regañaba para que no hablara en tono “llorón” sentía en su mirada de rigor militar, cariño verdadero. Por eso no entendí cuando escuché en una conversación entre mi madre y tías que había alguien en su vida que poco a poco haría que nos olvidara a todos, sin excepción. No era insólita la posibilidad de que encontrara una nueva pareja porque usted era viuda, pero no pensé que nos olvidaría por él.
Yo tendría apenas 10 años cuando escuché la noticia y dentro de la egolatría característica de esa edad y la certeza de que el universo giraba en torno a mi existencia, llegué a creer que mi madre y tías conspiraban por envidia al amor que me tenía; querían alejarme de usted y en su desesperación por disfrutar del amor que me concedía habían recurrido a esa estrategia poco honesta.
Así pues, transcurrió el tiempo y ellas hablaban del hombre que además era alemán, Alzheimer lo llamaban y a pesar de que ningún germano, catire, de 2 metros (como yo lo imaginaba) había arribado a nuestras vidas para robarme su cariño, presentía que las cosas iban a cambiar.
Y así sucedió. Aunque como siempre me abrazaba con ternura e instinto protector, algo en su mirada era diferente. Por momentos sus ojos se concentraban en el infinito, en una galaxia desconocida a la que no teníamos acceso ni yo ni nadie. Y cuando intentaba obstaculizar su contemplación perdida del espacio y traerla de vuelta a Caracas, me frustraba al no conseguir resultado. Prefería quedarse allí, absorta de la nada.
Ya con más edad entendí que aunque Alzheimer no era un hombre, podía ser más devastador que un marido borracho. Entendí que no debía odiar a Alemania, ni las salchichas, ni la Colonia Tovar porque no tenían culpa de lo que ocurría. Entendí que se trataba de un cáncer indetenible de la memoria que se instala en una persona pero afecta igual o más a todos lo que la rodean.
-“¿Y…tú quién eres?” Así me dijo la primera vez que me olvidó. Un sábado, estábamos en la sala de la casa viendo televisión desde hacía horas cuando lentamente giró la cabeza, me vio directo a los ojos y me lanzó la fulminante pregunta, cuatro palabras que me hicieron migajas el corazón. “Adriana, su nieta” le respondí con voz entrecortada. “Ahh” me dijo, y así de simple dio por satisfecha su curiosidad mientras yo lloraba el dolor que me causaba ingresar al grupo de “los olvidados”.
Luego del episodio de ese sábado enterré todas mis esperanzas Hollywoodenses de finales felices en las que me imaginaba que era posible luchar contra la enfermedad y vencerla. Siempre creí que olvidaría al portugués del abasto, a la conserje del edificio y al párroco de la iglesia… ¿pero no pasaría así con los realmente importantes y yo me metí en ese grupo. De cualquier manera decidí condenarla a usted (y no al Alzheimer) por dejarse vencer y me propuse que usted tampoco me importaría tanto…total, era demasiado el amor olvidado…qué desperdicio!
Desde ese momento empecé a decirle la hora sin mirar el reloj porque sabía que al final de mi respuesta vendría de nuevo la misma pregunta, no me importó ver películas con subtítulos mientras estaba conmigo sabiendo que ya las letras para usted no tenían significado, no me esforzaba ni siquiera en preparar sus comidas favoritas, igual lo olvidaría.
Hasta que un día se vio en el espejo y me preguntó quién era esa en frente de usted e incluso comenzó a hablarle al reflejo de su imagen para saber “qué hacía una mujer extraña en la casa”. Entendí que el alemán era fuerte en verdad, había borrado su propio recuerdo.
Quise pedirle mil veces disculpa por mi egoísmo, mi inmadurez, por mi egocentrismo. Quise pedirle disculpas y lo hice en ese instante con lágrimas en los ojos y sabiendo que no entendería nada. Mis palabras llamaron su atención y la dispersaron del misterio de la señora del espejo. Me dijo “Adriana, qué te pasa…”
Me dijo Adriana. Pudo reconocerme y me llamó por mi nombre. Dos minutos antes no sabía quién era usted misma. Dudé ser merecedora de ese lugar en su memoria.
Abuela, no fui la mejor nieta y ahora que ya no está mi alma se arrepiente. Se fue después de un largo padecer, y mi consuelo fue pensar que aunque la enfermedad barrió los momentos buenos, también desapareció los amargos. Y probablemente se llevó consigo el sufrimiento y la desesperación de los instantes de lucidez, en los que sentía cómo se queman los archivos de su propia historia.
Pero, abuela, tengo la certeza de que después de la muerte a todos nos espera una base de datos gigante, como un disco duro de nuestras vidas. Espero que lo haya descubierto y así pueda reconstruir sus últimos años junto a los que la amamos hasta el final.
Espero me perdone y sepa que la quiero y la extraño más de que mi mente podrá recordar.
Su nieta
Adriana Morantes
Publicado el 09/02/2009
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Soy Comunicadora Social de la Católica, de 26 años y soltera, y me preguntan: que cuando me caso?, soy hija, hermana, mujer, manejo mal, soy sobrina, pero esta noche soy solo nieta… y por eso escribí mi carta.