Al observar a las personas mientras hablan, me doy cuenta de que las manos son parte crucial del lenguaje, pues con ellas también nos comunicamos. Cuando somos bebés, lo primero que aprendemos a decir son las palabras que más utilizamos, y por tanto, necesitamos decir: “mamá, papá, leche, gracias”.
De pequeña también me enseñaron a decir la palabra amor y, a medida que fui creciendo, supe más acerca de esta palabra. Me enteré que muchos describen el momento en que vieron al amor de su vida, como un momento mágico en donde el tiempo se paró y se quedaron sin palabras. Esto es demasiado cursi para mí. Aunque sí debo admitir algo, la primera vez que te vi fue inolvidable. También acepto que me quedé sin palabras, pero no porque soy cursi, es porque soy muda.
Recuerdo que estábamos empezando clases y tú eras el chamo nuevo. Llegaste al salón cuando el profesor estaba a punto de cerrar la puerta y pediste disculpas diciendo que era la primera vez que ibas a esa universidad. El profesor te dejó pasar y te sentaste de primero, justo en el pupitre que no servía.
El tiempo pasaba, y cada vez que nos veíamos en el cafetín, me saludabas desde tu mesa. Yo te respondía con una penosa sonrisa, agitando torpemente mi mano. Un día iba apurada a clases y coincidimos en la puerta del cafetín, tú me saludaste y me preguntaste que cómo estaba.
¿QUE CÓMO ESTABA? ¡Muda!
No entendía para qué me saludabas si todos saben que los mudos no hablamos. En ese momento asentí y lo único que salió de mi boca fue algo parecido a un torpe “hmju, hmju”. Me quedé paralizada unos segundos y luego salí corriendo para evitar que la situación fuese más incómoda de lo que era, como si eso fuese humanamente posible.
Pero bueno, el día mejoró cuando vi que me habías mandado un mensaje privado en Facebook diciéndome que era una antipática por no saludarte. Primero, no podía creer que me estuvieses llamando antipática, y segundo, que fueras tan bruto como para no haberte dado cuenta de algo tan obvio.
Ni siquiera me atrevo a pensar en cómo llegaste a la universidad.
Pero bueno, ese día yo te seguí la conversa y te dije que me fui corriendo porque estaba muy apurada. Tú te comiste el cuento y cuando yo pensaba que todo iba a terminar feliz como en un cuento de hadas, a ti se te ocurrió la brillante idea de invitarme a hablar por Skype.
Bruto, bruto, bruto.
Entonces cerré la conversación y te dejé hablando solo. Cuando le conté a Rosana, mi mejor amiga, ella me dijo que te dejara en paz, porque si no te habías dado cuenta de que era muda debías tener serios problemas. Ni siquiera podíamos imaginarnos el desastre en el que te convertirías tratando de hablar el lenguaje de señas. Así que no me quedó otra que hacerle caso a Rosana. Pero es que definitivamente a mi la vida ni siquiera me da limones para hacer limonada.
Me tiré al olvido y perdí todas las esperanzas. Retiré la materia que veíamos juntos y ahora las visitas al cafetín tenían otro horario totalmente diferente al tuyo. Quizás mi reacción fue un poco dramática y radical, pero eso es lo mínimo que se puede esperar de una mujer que no puede quejarse las 24 horas del día.
Lo que yo no esperaba era que días después tú decidieras cambiar mi destino para demostrarme que estaba equivocada —bueno, y Rosana también—, cuando, sin prestar mucha atención yo iba caminando, y te vi parado en la entrada del cafetín con la sonrisa más bella del mundo, haciendo la señal de un “te quiero” con la mano. Si pudiera hablar, estoy segura que en ese momento me hubiese quedado sin palabras.
Aunque una rosita no hubiese estado de más.
Empezamos a salir y cada día que pasaba te inventabas una técnica nueva para comunicarte conmigo: primero un lenguaje de señas inventado por ti para que juntos lo aprendiéramos. Era un sistema tan lento que para preguntarme si quería un helado, una vez tuvimos que caminar detrás del heladero unas cuántas cuadras. Yo prefería quedarme callada (claro, como si pudiera hacer algo distinto), y dejarte hacer lo que quisieras. Pero es que tus intentos para comunicarte eran tan tiernos, que no podía resistirme a la tentación de verte intentar día tras día. Después de un tiempo te diste cuenta que escribir en una libretita era lo mejor, lo cual nos ayudó bastante.
Ya aprendiste a decir “mamá, papá, leche y gracias” con el lenguaje de señas que tanto yo, como todos los mudos utilizamos. Y aunque todavía te vuelves un completo desastre, tú me has enseñado que para decir la palabra amor no tengo que mover ni utilizar mis manos, porque amor se dice con el corazón.
Ahora lo único que hago es tratar de gritarle al mundo lo mucho que te quiero.
Wow, eso fue cursi.
Nos vemos en el cafetín.
De pequeña también me enseñaron a decir la palabra amor y, a medida que fui creciendo, supe más acerca de esta palabra. Me enteré que muchos describen el momento en que vieron al amor de su vida, como un momento mágico en donde el tiempo se paró y se quedaron sin palabras. Esto es demasiado cursi para mí. Aunque sí debo admitir algo, la primera vez que te vi fue inolvidable. También acepto que me quedé sin palabras, pero no porque soy cursi, es porque soy muda.
Recuerdo que estábamos empezando clases y tú eras el chamo nuevo. Llegaste al salón cuando el profesor estaba a punto de cerrar la puerta y pediste disculpas diciendo que era la primera vez que ibas a esa universidad. El profesor te dejó pasar y te sentaste de primero, justo en el pupitre que no servía.
El tiempo pasaba, y cada vez que nos veíamos en el cafetín, me saludabas desde tu mesa. Yo te respondía con una penosa sonrisa, agitando torpemente mi mano. Un día iba apurada a clases y coincidimos en la puerta del cafetín, tú me saludaste y me preguntaste que cómo estaba.
¿QUE CÓMO ESTABA? ¡Muda!
No entendía para qué me saludabas si todos saben que los mudos no hablamos. En ese momento asentí y lo único que salió de mi boca fue algo parecido a un torpe “hmju, hmju”. Me quedé paralizada unos segundos y luego salí corriendo para evitar que la situación fuese más incómoda de lo que era, como si eso fuese humanamente posible.
Pero bueno, el día mejoró cuando vi que me habías mandado un mensaje privado en Facebook diciéndome que era una antipática por no saludarte. Primero, no podía creer que me estuvieses llamando antipática, y segundo, que fueras tan bruto como para no haberte dado cuenta de algo tan obvio.
Ni siquiera me atrevo a pensar en cómo llegaste a la universidad.
Pero bueno, ese día yo te seguí la conversa y te dije que me fui corriendo porque estaba muy apurada. Tú te comiste el cuento y cuando yo pensaba que todo iba a terminar feliz como en un cuento de hadas, a ti se te ocurrió la brillante idea de invitarme a hablar por Skype.
Bruto, bruto, bruto.
Entonces cerré la conversación y te dejé hablando solo. Cuando le conté a Rosana, mi mejor amiga, ella me dijo que te dejara en paz, porque si no te habías dado cuenta de que era muda debías tener serios problemas. Ni siquiera podíamos imaginarnos el desastre en el que te convertirías tratando de hablar el lenguaje de señas. Así que no me quedó otra que hacerle caso a Rosana. Pero es que definitivamente a mi la vida ni siquiera me da limones para hacer limonada.
Me tiré al olvido y perdí todas las esperanzas. Retiré la materia que veíamos juntos y ahora las visitas al cafetín tenían otro horario totalmente diferente al tuyo. Quizás mi reacción fue un poco dramática y radical, pero eso es lo mínimo que se puede esperar de una mujer que no puede quejarse las 24 horas del día.
Lo que yo no esperaba era que días después tú decidieras cambiar mi destino para demostrarme que estaba equivocada —bueno, y Rosana también—, cuando, sin prestar mucha atención yo iba caminando, y te vi parado en la entrada del cafetín con la sonrisa más bella del mundo, haciendo la señal de un “te quiero” con la mano. Si pudiera hablar, estoy segura que en ese momento me hubiese quedado sin palabras.
Aunque una rosita no hubiese estado de más.
Empezamos a salir y cada día que pasaba te inventabas una técnica nueva para comunicarte conmigo: primero un lenguaje de señas inventado por ti para que juntos lo aprendiéramos. Era un sistema tan lento que para preguntarme si quería un helado, una vez tuvimos que caminar detrás del heladero unas cuántas cuadras. Yo prefería quedarme callada (claro, como si pudiera hacer algo distinto), y dejarte hacer lo que quisieras. Pero es que tus intentos para comunicarte eran tan tiernos, que no podía resistirme a la tentación de verte intentar día tras día. Después de un tiempo te diste cuenta que escribir en una libretita era lo mejor, lo cual nos ayudó bastante.
Ya aprendiste a decir “mamá, papá, leche y gracias” con el lenguaje de señas que tanto yo, como todos los mudos utilizamos. Y aunque todavía te vuelves un completo desastre, tú me has enseñado que para decir la palabra amor no tengo que mover ni utilizar mis manos, porque amor se dice con el corazón.
Ahora lo único que hago es tratar de gritarle al mundo lo mucho que te quiero.
Wow, eso fue cursi.
Nos vemos en el cafetín.
Publicado el 21/02/2012
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Todos me conocen por mi apodo y por eso, muchas veces, algunos no tienen ni idea sobre cuál es mi verdadero nombre. Estudiante de cine en la ULA, pronta a graduarse (o al menos eso es lo que le dice a todos), venezolana. Fanática de inventar historias.