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Carta al mar


De tanto buscarte, mar, hasta el cielo se me había hecho húmedo y salado. Y entonces vivir se sentía como respirar bajo el agua y el murmullo de tus olas como un homenaje a mi memoria.

¿Recuerdas nuestro primer encuentro? Yo no. No podría. Era apenas una bebé, sin recuerdos aún apretujados en mi conciencia. Iba y venía y comía arena y tragaba sal en una tabla morada que me habían comprado mis papás. Mi crianza fue siempre un desespero por escapar y la huida siempre terminaba allí: entre la corriente y las mareas.

Al alejarme de ti pensé que el hogar no eran las puertas y los sofás, sino el salitre pegajoso en mis mejillas, la línea del horizonte que se sabe inalcanzable y las veces que me diste vueltas haciéndome creer que ahora sí, que me ahogaría y hasta allí, para luego salir con el corazón acelerado y la boca seca y una comprensión mayor del aire. El hogar es un piso que no se ve y esconde erizos y guacucos y matas extrañas.

Te busqué en las lágrimas, creyendo que la sal es siempre la misma. Y las sentía subiendo por la garganta y esta intentaba cerrarse, como para frenarle el paso al desespero. Pero ellas pican, como tú. Se abrían camino y mis labios temblaban haciéndoles fuerza. Y entonces dolían: como nunca y como siempre. Y quedaban como rastros efímeros en mis cojines, en mis párpados explotados, en el cansancio de mi boca seca.

Te busqué también en otro mar. La gente cree que eres siempre igual, pero no es cierto. Sentada en La Barceloneta, con una bufanda puesta, sabía que no eras el que me había revolcado en mi infancia en Machurucuto, en La Guaira, en Choroní. Te veías más bien tranquilo, sin mucho alboroto ni mucha gente. No hacía falta siquiera una tabla, y bien sabes que necesito estar amarrada a ella para también poder escapar de ti cuando me plazca.

En las montañas no te busqué pero sí te conseguí sin querer mientras escalaba en Aragón. Fue la primera vez que te escuchaba desde las alturas, pero fuiste solo un espejismo en mis oídos. El viento chocaba contra un pino y hacía las veces de ola. Quise hacerlo eterno, pero solo caminar unos metros ya habías desaparecido. Una vez más compartimos lo efímero.

Tenerte lejos hizo que viera que desaparecer a veces no es tan definitivo, y que las despedidas a veces son temporales. Barcelona se fue despojando de hojas, de turistas, de mí. Se fue haciendo la hora de partir, pero esperé un poco más, como suelo hacer con las despedidas. Una estadía que se alarga es el propio lugar esperando el momento preciso para echarte de golpe. Y pensaba que al reencontrarnos todo sería igual.

Pero ahora, cerca de ti, mezclándote con el salitre de mi llanto, ya no te siento como mi casa. Tal vez mi casa son los lugares intermedios: aeropuertos, barcos, estaciones de tren. Tal vez soy yo misma. Tal vez es, más bien, la libreta que cargo conmigo. Te siento ya no como mi propiedad, sino como una extensión de mí y de todo a la vez, que comparte mis silencios y mis ataques de ansiedad, que cuando floto y quedan mis orejas sumergidas me transporta a los ruidos de las conchitas que van y vienen por el movimiento, pero que cuando se hace la hora me saca y me regresa a tierra firme.

Amar es también soltar. Es sobre todo soltar. Y mira que sabes de eso: no puedes mantener a nadie mucho tiempo porque te empeñas en sacar todo con tu oleaje. Tal vez por eso me he vuelto así: una marea que expulsa a cualquiera que se empeñe en instalarse más de la cuenta. Amar al mar es saberse sin límites físicos cuando el agua se mete por cualquier recoveco del cuerpo y del alma. Amarte es irse lejos y ver apenas las esencias tuyas que siempre son iguales, pero entender que igual que yo, eres siempre otro y el mismo. Saber quererte es, al final, no creer que eres mi hogar, sino entender que igual que yo, no eres de nadie, pero estás siempre.

Nos vemos pronto, aquí o allá.

Fabiola

Publicado el 06/03/2017
Fabiola Ferrero
Caracas Venezuela
Vivo entre letras e imágenes. Entre la bulla del caos caraqueño y la calma de una montaña colombiana. Entre datos periodísticos y la búsqueda de la estética. Vivo, en fin, donde se esconde la belleza de los periplos cotidianos.