No me gustaba ir a visitarte, te lo confieso.
Cruzar la mitad de la ciudad solo para darte una vuelta no me resultaba ni atractivo ni emocionante. Llegaba al apartamento y lucía sucio, descuidado, desvencijado, pero esa vez, estando allí, sentados en la sala en medio de una conversación trivial, la mirada, tu mirada, perdida en el horizonte, en el paisaje montañoso que se mostraba ante nosotros, que más de una vez me hizo a mí soñar con mejores momentos, alejado de los gritos, del maltrato verbal, de la amenaza latente, del sin razón y del sin sentido, del olor a borracho sudoroso maleducado cuyo escándalo me disturbaba de mis anhelos con otras realidades, ese mismo paisaje frente a nosotros que en mis ojos fueron sueños fabulosos, en los tuyos, durante una conversación trivial, se convertía en oprobio, en desaprobación, en decepción, en vergüenza, en esos ojos que no me miraban a mí sino a la nada, había reconocimiento de saber que yo me había dado cuenta de que todo estaba perdido, que ya no tenías las fuerzas para luchar, ni las fuerzas ni las ganas, ni motivos para hacerlo, habías sido conquistado por el enemigo y tu rendición fue sin condiciones, entregaste tus armas y con las rodillas al suelo dejaste que dispusieran de tu destino.
No importa lo que digan, la vida es una batalla constante y el enemigo se presenta de múltiples formas: a veces bajo la figura de una adicción, como el alcoholismo; a veces bajo la figura de un desacuerdo irreconciliable, como el divorcio; o incluso peor, un signo con el que se nace, como la soledad.
La soledad es inevitable. Puede permanecer oculta como una sombra, como un presagio, como un susurro nocturno del cual no se está seguro si ha sido el viento o la madera que cruje por los cambios de temperatura o, incluso, algo más siniestro bajo la cama; es una enfermedad que se padece y de la cual difícilmente se escapa. La cura no existe. Tratamientos muchos; eventuales distracciones y disfraces para no afrontar la realidad, pero al final del día, con la almohada bajo la cabeza y la mirada en el techo, justo antes de cerrar los párpados, allí, en plena oscuridad, te saluda, y te recuerda que siempre estuvo presente, a la espera, al acecho, tan solo dándote la oportunidad de respirar, de esperanzarte, de que te hicieras fuerte para que, al volver, ella tuviera de qué alimentarse.
Algunas semanas pasaron luego de esa visita. El continuo consumo hizo estragos en tu organismo que se volvieron irreversibles, tu mente desvariaba con frecuencia, y aunque mantuviste la cordura hasta el final, ya no hablabas mucho, aunque tampoco hubo nunca mucho de qué hablar. Nunca esperamos tu recuperación, sabíamos que el deceso llegaría en algún punto, y así fue como nos sorprendió una mañana. El alcoholismo más que una adicción, es uno de los síntomas de sufrir soledad crónica.
No estuve allí cuando tu bandera fue arrancada, cuando el asta fue partida en dos y sus restos lanzados a la hoguera. Nadie estuvo. Pero estuve ahí cuando tu mirada perdida me anunciaba que no habría ya razones para gritar o razones para tapar los oídos. Había demasiada soledad en tus ojos y era inoperable.
Quisiera decirte que te perdono, pero no sé cómo. Sin embargo, puedo decirte que ahora te entiendo. La soledad es algo que a algunos nos acompaña constantemente, como un signo.
Espero que algún día, cuando mire al horizonte y aprecie un paisaje montañoso en la distancia, aunque mi mirada esté llena de soledad, tenga a alguien que me acompañe.
Cruzar la mitad de la ciudad solo para darte una vuelta no me resultaba ni atractivo ni emocionante. Llegaba al apartamento y lucía sucio, descuidado, desvencijado, pero esa vez, estando allí, sentados en la sala en medio de una conversación trivial, la mirada, tu mirada, perdida en el horizonte, en el paisaje montañoso que se mostraba ante nosotros, que más de una vez me hizo a mí soñar con mejores momentos, alejado de los gritos, del maltrato verbal, de la amenaza latente, del sin razón y del sin sentido, del olor a borracho sudoroso maleducado cuyo escándalo me disturbaba de mis anhelos con otras realidades, ese mismo paisaje frente a nosotros que en mis ojos fueron sueños fabulosos, en los tuyos, durante una conversación trivial, se convertía en oprobio, en desaprobación, en decepción, en vergüenza, en esos ojos que no me miraban a mí sino a la nada, había reconocimiento de saber que yo me había dado cuenta de que todo estaba perdido, que ya no tenías las fuerzas para luchar, ni las fuerzas ni las ganas, ni motivos para hacerlo, habías sido conquistado por el enemigo y tu rendición fue sin condiciones, entregaste tus armas y con las rodillas al suelo dejaste que dispusieran de tu destino.
No importa lo que digan, la vida es una batalla constante y el enemigo se presenta de múltiples formas: a veces bajo la figura de una adicción, como el alcoholismo; a veces bajo la figura de un desacuerdo irreconciliable, como el divorcio; o incluso peor, un signo con el que se nace, como la soledad.
La soledad es inevitable. Puede permanecer oculta como una sombra, como un presagio, como un susurro nocturno del cual no se está seguro si ha sido el viento o la madera que cruje por los cambios de temperatura o, incluso, algo más siniestro bajo la cama; es una enfermedad que se padece y de la cual difícilmente se escapa. La cura no existe. Tratamientos muchos; eventuales distracciones y disfraces para no afrontar la realidad, pero al final del día, con la almohada bajo la cabeza y la mirada en el techo, justo antes de cerrar los párpados, allí, en plena oscuridad, te saluda, y te recuerda que siempre estuvo presente, a la espera, al acecho, tan solo dándote la oportunidad de respirar, de esperanzarte, de que te hicieras fuerte para que, al volver, ella tuviera de qué alimentarse.
Algunas semanas pasaron luego de esa visita. El continuo consumo hizo estragos en tu organismo que se volvieron irreversibles, tu mente desvariaba con frecuencia, y aunque mantuviste la cordura hasta el final, ya no hablabas mucho, aunque tampoco hubo nunca mucho de qué hablar. Nunca esperamos tu recuperación, sabíamos que el deceso llegaría en algún punto, y así fue como nos sorprendió una mañana. El alcoholismo más que una adicción, es uno de los síntomas de sufrir soledad crónica.
No estuve allí cuando tu bandera fue arrancada, cuando el asta fue partida en dos y sus restos lanzados a la hoguera. Nadie estuvo. Pero estuve ahí cuando tu mirada perdida me anunciaba que no habría ya razones para gritar o razones para tapar los oídos. Había demasiada soledad en tus ojos y era inoperable.
Quisiera decirte que te perdono, pero no sé cómo. Sin embargo, puedo decirte que ahora te entiendo. La soledad es algo que a algunos nos acompaña constantemente, como un signo.
Espero que algún día, cuando mire al horizonte y aprecie un paisaje montañoso en la distancia, aunque mi mirada esté llena de soledad, tenga a alguien que me acompañe.
Publicado el 29/03/2017
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Lic. en Artes Cinematográficas de la Escuela de Artes, en la U.C.V, 2012.
Guionista, Director, Productor general, Productor ejecutivo y productor de campo para Galería Creativa Group DM C.A., desde 2013 a la fecha.