Hubo un día en el que casi muero, el mismo en el que casi mueres tú.
Según dicen por ahí, morir es dejar de vivir, pero ahora pienso que puedes estar muerto en vida. Y eso lo entendí en el preciso instante en que te vi hecha un ovillo sobre una inmunda camilla dentro de una habitación de hospital que solo olía a alcohol y a enfermedad.
Nada más bastó verte temblando de debilidad, ver el hermoso rostro que conozco desde que abrí los ojos contraído por un punzante e incesante dolor, para comprender que quien estaba más cerca de fallecer era yo. Por eso, aquella mañana que tomé tus manos —que eran las mismas que un día me habían levantado de muchas caídas— y las sentí incapaces de sostener las mías, mi organismo comenzó a fallar.
Sí, te cuento que fue el mismo día en el que ni siquiera podías emitir la voz que con tanto amor entonaba canciones del mismo modo que profería regaños, que me imaginé existiendo sin dejar de respirar.
Tú tenías un diagnóstico y para eso había curas y tratamientos, pero yo sólo tenía los síntomas de algo que ningún medicamento podía combatir: el miedo de perderte. Así que fue duro, porque nunca me preparaste para afrontarlo. Nunca me dijiste que podíamos cambiar los papeles tan repentinamente, que tú podías caer y que quien tendría que correr a ayudarte debía ser yo.
Antes no quería ni siquiera admitirlo, pero en muchas ocasiones tuve que evitar echarme a llorar. ¿Y sabes qué? Lo hice bien.
Cuando papá lloró, yo alcé la barbilla y me tragué la debilidad. Cuando la abuela tuvo que sostener bien su bastón para no caer de tristeza, yo me mantuve en pie. Cuando el abuelo, que siembre ha sido un pilar, flaqueó, yo reforcé mis bases y no me derrumbé. Y cuando mi hermana pareció perder la esperanza, yo la sentí con mayor fuerza.
Así que la absoluta verdad es que, aun sintiéndome a punto de desaparecer, en ningún momento dejé de luchar. Y no lo hice porque creí fielmente en que podía transmitirte la fuerza necesaria para que pudieras ganar una batalla que parecías estar perdiendo sin ninguna oportunidad.
Entonces, ese fue el momento en el que casi morimos las dos:
Tú por la enfermedad.
Y yo por no poder tenerte más.
Fue el momento en el que casi te llevas mi vida, que sin ti no iba a ser igual. Fue el momento en el que casi te llevas la felicidad de papá, la juventud de mi hermana, la salud emocional de la abuela y la fuerza del abuelo para continuar.
Y tienes que saberlo, ¿de acuerdo? Porque como ya todo eso quedó atrás, como triunfaste y te pudiste levantar, no pasa nada si te cuento cómo sucedieron las cosas cuando no tenías consciencia de nada, ¿verdad?
Realmente me alegra poder decirte esto ahora.
Me alegra mucho que lo sepas.
Gracias por vencer a la muerte.
Gracias por quedarte, mamá.
Según dicen por ahí, morir es dejar de vivir, pero ahora pienso que puedes estar muerto en vida. Y eso lo entendí en el preciso instante en que te vi hecha un ovillo sobre una inmunda camilla dentro de una habitación de hospital que solo olía a alcohol y a enfermedad.
Nada más bastó verte temblando de debilidad, ver el hermoso rostro que conozco desde que abrí los ojos contraído por un punzante e incesante dolor, para comprender que quien estaba más cerca de fallecer era yo. Por eso, aquella mañana que tomé tus manos —que eran las mismas que un día me habían levantado de muchas caídas— y las sentí incapaces de sostener las mías, mi organismo comenzó a fallar.
Sí, te cuento que fue el mismo día en el que ni siquiera podías emitir la voz que con tanto amor entonaba canciones del mismo modo que profería regaños, que me imaginé existiendo sin dejar de respirar.
Tú tenías un diagnóstico y para eso había curas y tratamientos, pero yo sólo tenía los síntomas de algo que ningún medicamento podía combatir: el miedo de perderte. Así que fue duro, porque nunca me preparaste para afrontarlo. Nunca me dijiste que podíamos cambiar los papeles tan repentinamente, que tú podías caer y que quien tendría que correr a ayudarte debía ser yo.
Antes no quería ni siquiera admitirlo, pero en muchas ocasiones tuve que evitar echarme a llorar. ¿Y sabes qué? Lo hice bien.
Cuando papá lloró, yo alcé la barbilla y me tragué la debilidad. Cuando la abuela tuvo que sostener bien su bastón para no caer de tristeza, yo me mantuve en pie. Cuando el abuelo, que siembre ha sido un pilar, flaqueó, yo reforcé mis bases y no me derrumbé. Y cuando mi hermana pareció perder la esperanza, yo la sentí con mayor fuerza.
Así que la absoluta verdad es que, aun sintiéndome a punto de desaparecer, en ningún momento dejé de luchar. Y no lo hice porque creí fielmente en que podía transmitirte la fuerza necesaria para que pudieras ganar una batalla que parecías estar perdiendo sin ninguna oportunidad.
Entonces, ese fue el momento en el que casi morimos las dos:
Tú por la enfermedad.
Y yo por no poder tenerte más.
Fue el momento en el que casi te llevas mi vida, que sin ti no iba a ser igual. Fue el momento en el que casi te llevas la felicidad de papá, la juventud de mi hermana, la salud emocional de la abuela y la fuerza del abuelo para continuar.
Y tienes que saberlo, ¿de acuerdo? Porque como ya todo eso quedó atrás, como triunfaste y te pudiste levantar, no pasa nada si te cuento cómo sucedieron las cosas cuando no tenías consciencia de nada, ¿verdad?
Realmente me alegra poder decirte esto ahora.
Me alegra mucho que lo sepas.
Gracias por vencer a la muerte.
Gracias por quedarte, mamá.
Publicado el 02/03/2017
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Angie. 15 años. Dibujar. Leer. Comer.