Judith:
El día que más te amé, llegué tarde a clases.
Tal vez ni recuerdes, pero fue el primer día de lo que sería mi sexto grado. Casi todos los días, durante los cinco años anteriores, llegué al finalizar el tradicional canto del Himno Nacional: los beneficios de vivir al lado de la escuela. Ese día, sin embargo, llegué un poco más tarde de lo normal y ya todos estaban sentados en sus salones de clase.
Recuerdo que era una mañana perfecta, como todas las que recuerdo de esa época. Las mañanas de Caracas son perfectas y las de la urbanización La Paz, son de las más perfectas de la ciudad: azules con verde, frescas y cristalinas.
Subí las escaleras y me asomé tímidamente por el primer salón: el 6to. “A”. Allí enseñaba Omaira, una maestra intensa: así como reía, regañaba. Era una gordita bajita, con una voz que alcanzaba mis más profundos temores de infante. Era de tez morena, pecas, siempre bien peinada y con laca, creo recordar. Me dijo, sin ponerme mucha atención, que yo no estaba en esa sección. “¡Que suerte!”, pensé.
Pasé al 6to. “B”. Allí enseñaba Hermelinda: una morena delgada, dulcemente seria y elegante. La recuerdo con cariño. Maquillada, como siempre lo estuvo, tenía la cara más estirada que he visto en mi vida. Fue mi maestra de Estudios Sociales del año anterior. Me dijo, pausadamente, que yo no estaba en esa sección. No tenía nada en contra de Hermelinda, pero no quería estudiar con ella.
Estudiaría en el 6to. “C”. Caminé contento y asustado: no estaba seguro de quién sería mi maestra… pero deseaba que fueses tú.
Venía de estudiar cuarto y quinto grado contigo. Me habías rescatado. Primero, segundo y tercero fueron de una intrascendencia que, aún hoy, me abruma. Me sentía borroso. Recuerdo vagamente las caras de mis maestras de esa época, pero no recuerdo que me hablaran. Yo no era tremendo, tampoco introvertido y, por mi buen tamaño, no era sujeto de burlas. Pero tal y como debes recordarlo, era demasiado distraído… aún hoy, lo soy.
Por fin, llegué a ti en cuarto grado. Me castigaste hasta que te cansaste: recuerdo largos pasajes en una esquina del salón, o parado afuera del mismo. Quinto fue igual: me repetiste un millón de veces que antes de “p” y “b” va “m”. Eras casi amiga de mi mamá, es decir, estudiar contigo pudo haber sido un suplicio. Pero no lo fue. Escuché con atención cómo nos hablabas de la trascendencia de la reciente nacionalización del petróleo, lo importante que era ser elegante, nos enseñaste a ser solidarios con las personas más necesitadas pero, sobre todo, me hiciste sentir muy querido. ¡Yo te amé!
Al asomar mi cabeza al tercer salón de clases, te vi como siempre fuiste: hermosa... Sentada frente al escritorio volteaste y, con tu voz segura y a la vez cálida, aseveraste: “¡Sí eres afortunado! Pasa y siéntate”... Me regalaste tu clásica sonrisa de quien todo lo sabe, quien todo lo controla, pero con un amor que sólo sentí de mis propios padres.
Sin saber aún que ese sería uno de los momentos más felices de mi vida, pasé y me senté contento, en el único puesto que estaba vacío: de todas maneras, no pensaba desperdiciar mi último año contigo en ningún otro puesto que no fuese el primero de la fila.
Te extraña inmensamente y para siempre.
P.
PD: Campana, Hombre, Pompeya, Trombón, Lámpara, Mambo, Sombra, Compadre, Caramba...
El día que más te amé, llegué tarde a clases.
Tal vez ni recuerdes, pero fue el primer día de lo que sería mi sexto grado. Casi todos los días, durante los cinco años anteriores, llegué al finalizar el tradicional canto del Himno Nacional: los beneficios de vivir al lado de la escuela. Ese día, sin embargo, llegué un poco más tarde de lo normal y ya todos estaban sentados en sus salones de clase.
Recuerdo que era una mañana perfecta, como todas las que recuerdo de esa época. Las mañanas de Caracas son perfectas y las de la urbanización La Paz, son de las más perfectas de la ciudad: azules con verde, frescas y cristalinas.
Subí las escaleras y me asomé tímidamente por el primer salón: el 6to. “A”. Allí enseñaba Omaira, una maestra intensa: así como reía, regañaba. Era una gordita bajita, con una voz que alcanzaba mis más profundos temores de infante. Era de tez morena, pecas, siempre bien peinada y con laca, creo recordar. Me dijo, sin ponerme mucha atención, que yo no estaba en esa sección. “¡Que suerte!”, pensé.
Pasé al 6to. “B”. Allí enseñaba Hermelinda: una morena delgada, dulcemente seria y elegante. La recuerdo con cariño. Maquillada, como siempre lo estuvo, tenía la cara más estirada que he visto en mi vida. Fue mi maestra de Estudios Sociales del año anterior. Me dijo, pausadamente, que yo no estaba en esa sección. No tenía nada en contra de Hermelinda, pero no quería estudiar con ella.
Estudiaría en el 6to. “C”. Caminé contento y asustado: no estaba seguro de quién sería mi maestra… pero deseaba que fueses tú.
Venía de estudiar cuarto y quinto grado contigo. Me habías rescatado. Primero, segundo y tercero fueron de una intrascendencia que, aún hoy, me abruma. Me sentía borroso. Recuerdo vagamente las caras de mis maestras de esa época, pero no recuerdo que me hablaran. Yo no era tremendo, tampoco introvertido y, por mi buen tamaño, no era sujeto de burlas. Pero tal y como debes recordarlo, era demasiado distraído… aún hoy, lo soy.
Por fin, llegué a ti en cuarto grado. Me castigaste hasta que te cansaste: recuerdo largos pasajes en una esquina del salón, o parado afuera del mismo. Quinto fue igual: me repetiste un millón de veces que antes de “p” y “b” va “m”. Eras casi amiga de mi mamá, es decir, estudiar contigo pudo haber sido un suplicio. Pero no lo fue. Escuché con atención cómo nos hablabas de la trascendencia de la reciente nacionalización del petróleo, lo importante que era ser elegante, nos enseñaste a ser solidarios con las personas más necesitadas pero, sobre todo, me hiciste sentir muy querido. ¡Yo te amé!
Al asomar mi cabeza al tercer salón de clases, te vi como siempre fuiste: hermosa... Sentada frente al escritorio volteaste y, con tu voz segura y a la vez cálida, aseveraste: “¡Sí eres afortunado! Pasa y siéntate”... Me regalaste tu clásica sonrisa de quien todo lo sabe, quien todo lo controla, pero con un amor que sólo sentí de mis propios padres.
Sin saber aún que ese sería uno de los momentos más felices de mi vida, pasé y me senté contento, en el único puesto que estaba vacío: de todas maneras, no pensaba desperdiciar mi último año contigo en ningún otro puesto que no fuese el primero de la fila.
Te extraña inmensamente y para siempre.
P.
PD: Campana, Hombre, Pompeya, Trombón, Lámpara, Mambo, Sombra, Compadre, Caramba...
Publicado el 07/03/2017
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